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31 de mayo de 2010

El amor de mi vida

Por: Adolfo Zableh

Fue necesario perder dos veces el mismo vuelo para encontrar al amor de vida. Se llama Marion Demonteil, tiene 28 años y trabaja en un museo en Angers, a trescientos kilómetros de París. Su padre, Guy, fue el médico del equipo de fútbol Saint Etienne durante más de treinta años, así que sabe lo que es tener la responsabilidad de curarle las lesiones a Michel Platini.

El vuelo del que hablo iba de Berlín a París. La primera vez no llegué a tiempo porque cometí la torpeza de comprar el tiquete para la misma fecha en que aun estaba volando de Bogotá a París. Pude cambiarlo y llegar al aeropuerto al día siguiente a la hora señalada, pero una huelga de controladores aéreos hizo que fuera cancelado. La aerolínea nos compensó con la comida y el hospedaje de esa noche, y el desayuno de la mañana siguiente.

Ella me habló cuando aun estábamos en el aeropuerto, esperando el transporte al hotel, y desde ese momento no nos separamos durante tres días. No fue amor a primera vista, pero me complació que una mujer joven y bonita como ella me hablara; yo nunca hubiera sido tan valiente. Gracias a que trabaja para un museo, Marion tiene un pase especial para entrar a cada uno de ellos en todo el país con un acompañante, así que esa noche, después de instalarnos en un dos estrellas, fuimos a Paris al Georges Pompidou.

Luego pasamos dos intensos días en Berlin, una ciudad llena de gente muy rara. Yo ya había estado durante la copa del mundo de 2006, pero una cosa es una ciudad en condiciones normales, y otra muy distinta cuando está invadida por la fiesta de un mundial de fútbol.

Punks, neonazis, junkies, yuppies, artistas posmodernos, inmigrantes turcos, prostitutas de larga y falsa cabellera rubia; muchos perros. Todos envueltos en una vorágine de alcohol porque la capital alemana es una de las pocas ciudades en Europa donde se puede tomar en la calle, y sus habitantes ejercen ese derecho con intenso fervor. El viernes por la noche alcancé a pensar que el infierno se había llenado y que a todos los que no cabían allí los habían mandado a Berlín.

Visitamos sitios tradicionales. El Reichstag, la puerta de Brandeburgo, luego la plaza Potsdamer y el museo donde está el busto de Nefertiti. Otros no lo eran tanto, como la esquina de la estación Kottbusser Tor de la línea 8, donde una ONG reparte jeringas limpias e inyecta a los adictos a la heroína para que no anden por ahí tirados en la calle infectados de sida. Todo fue tan romántico.

No nos cansábamos del otro. Fuimos juntos a donde se supone estaba el bunker de Hitler, sitio en el que no hay una placa que diga algo, solo un edificio que podría ser el de cualquier civil. Mientras Marion le tomaba una foto, una familia entró al lugar. Yo le dije que la fotografiara también, que eran los Hitler, vivían en el número 77 de la Wilhelmstrasse y tenían dos adorables niños de no más de siete años.

Berlín está llena de emos, gente que esconde su cara tras un largo copete y se sienta en el metro mirando a los lejos, gritando con sus ojos por un poco de amor. Seguramente todos son herederos de Hitler, el primer emo, quien un día pensó algo así como: “hoy amanecí irreal, voy a invadir Polonia”.

La última noche juntos, Marion y yo nos abrazamos por más de un minuto y nos deseamos buena vida, sabiendo que seguramente nunca volveríamos a vernos. Por si las moscas, al día siguiente la pedí en Facebook; ¿qué habría sido de Romeo y Julieta si se hubieran amado en la época de las redes sociales virtuales?

Nuestra relación de tres días nunca fue físicamente consumada pese a que tuvimos buenos chances para hacerlo, así que seguramente no me gustaba del todo pese a tener todo lo que un hombre podría desear en una mujer. Es francesa, y casarme con ella hubiera significado deshacerme de este pasaporte colombiano que nos convierte en parias del mundo. Quizá no era el amor de mi vida pero, como me dijo un amigo, al despedirme de ella dejé ir para siempre al amor de mi visa.