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24 de junio de 2010

El atormentado que no sabía nadar

Por: Juan Villoro y Martín Caparrós

Por Juan Villoro

Pase a Caparrós:

Te quedaste sin luz en una remota región de Uganda, lo cual quiere decir que te sentiste como en mi casa. Aquí llueve como en un promocional de Macondo y a las primeras gotas se va la luz. Hay que contar con tres direcciones alternas para poder ver los partidos. Mi vecino al otro lado de la barda es un uruguayo que tiene la azotea sembrada de antenas parabólicas. Un rincón de la NASA en Coyoacán. Pero la miseria es democrática y también a él se le va la luz. Por desgracia, pudo ver la victoria de los suyos contra México. Eso sí, tuvo la cortesía de no venir a saludar.

Después del partido de México, ver el de Argentina fue un peculiar ejercicio de masoquismo: el verdugo afilaba sus armas. No contaron con muchos titulares y eso volvió aún más temible el poderío. Incluso lo malo parece bueno. Verón ha decidido jugar al revés, como bien dices: sólo acierta pases hacia su propia portería. Tal vez porque pasó demasiado tiempo exiliado en el hemisferio norte sólo busca el sur. Corre hacia el origen, el mate primigenio, las calcetas de la abuela, el dulce de leche que dejó en la portería del comienzo. Curiosamente, esta circulación en sentido contrario permite que los defensas inventen jugadas.

¡Y ahí está Palermo, tu polémico tocayo! Durante años no te gustó nada. Las razones estaban a la vista: llegó a Boca como un sufrido trozo de cemento. Pero ha hecho tantas cosas locas que a estas alturas el monolito se ha vuelto estatua. Fallar un penalti en la Copa América y querer tirar otro implica determinación, terquedad, presencia de ánimo o falta de vida interior. Fallar dos y querer tirar un tercero –que irremediablemente acabará fuera del arco– es algo épico. Martín lo logró. ¿Y qué decir de ese otro desastre fenomenal? Cuando se puso contento como suelen hacerlo los ogros torpes, corrió a juntarse con la gente en la gradería y se le vino encima una pancarta publicitaria, fracturándole el pie. La publicidad ha humillado a mucha gente en las canchas, pero sólo lesionó a Palermo.

Lo mejor es que cuando ya sólo esperábamos rarezas dignas de su esforzada ineptitud, metió aquel gol de cabeza a unos 30 metros de la portería, con la gracia del ángel que no sabe lo que hace.

En el partido de clasificación contra Perú, cuando Argentina podía quedar fuera, se soltó una tormenta que movía las cámaras como si transmitieran desde un barco muy capaz de naufragar. En medio del tifón todo era espuma y rabia y desconcierto, y al final llegó el viejo pirata para mostrar que una pata de palo sólo es horrenda cuando puede ser vista, pero sirve de remo en la tormenta. En la borrasca de aquel juego, más adivinado que visto en la pantalla, Martín anotó para salvar a una tripulación donde él era único que no sabía nadar.

Se discutió mucho si debía ir a Sudáfrica, pero Diego sabe de símbolos más que nadie. En 1986 insistió en que Bochini estuviera en el grupo. Aquel veterano de Independiente ya había comido sus mejores tallarines, pero podía aportar la suerte de los personajes raros y reforzar el nuevo mito con una presencia que ya empezaba a volverse legendaria. Jugó muy poco, pero cuando entró al campo, Diego se acercó con el balón y le dijo: “Tenga, maestro”. El respeto a lo que fue, acabe pesando.

Martín Palermo entró ante Grecia para hacer lo suyo. Messi limpió el área de defensas y soltó un riflazo. Tanto virtuosismo no venció al arquero. Hacía falta el recurso de los gladiadores pobres. En todo barco que se respete se necesita a alguien que no sepa nadar. Martín Palermo se ahoga para que los demás floten.