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18 de junio de 2010

El canto de las vuvuzelas

Por: Juan Villoro y Martín Caparrós

Por Martín Caparrós

 

Centro alborozado a Villoro: 

He oído el canto de las vuvuzelas. Es un sonido triste, como el esfuerzo de mil moscas sin señor, como una vaca que se desinflara; atronador como un recuerdo. Pero lo he oído, caro güey, sin ningún medio de por medio. 

Tuve un día libre, y quiso la fortuna –que siempre pide ayuda, la haragana– que sucediera justo cuando tenía que pasar por Johannesburgo para conectar mi avión desde Lusaka con mi avión hacia Kampala. Amigos me consiguieron una entrada para Soccer City y allá fui: hacia las vuvuzelas. Fue esplendoroso: pude entrar en el estadio calabaza –realmente tiene forma y color, no sé sabor, de calabaza–, pude estar en un partido del Mundial. Impresionante: llegué, ví, vencieron. Y traté de no extrañar aquel café de Alejandria ni el puesto del mercado de Lusaka –donde realmente suceden los partidos. 

–Nosotros vinimos por Maradona. Messi todavía nos debe.  

Me decía un hincha argentino –había miles, pintados, disfrazados de hinchas argentinos, una panda de señoras y señores más o menos ricos más o menos viejos jugando a que eran jóvenes y barras– poco antes de que empezara el magno acto. Y, enseguida, cuando salió el equipo, los hinchas gritaban Diegó Diegó y los fotógrafos se avalanzaron sobre él, ignorando a Messi, Tévez y compañía limitada. Hay quienes dicen que eso es bueno: que Maradona, al centrar la atención, les saca la presión a sus muchachos, los absuelve de antemano –de Dios– de cualquier pecado de derrota.  

–Qué grande Diego, qué maestro.

Pero los que estaban en la cancha eran los otros, y las vuvuzelas. Corrían rumores de que la solución estaba cerca: cuando ejecuten a diez o doce de sus ejecutantes, decían, y los demás comprueben que los gritos de auxilio y agonía no se oyen, lo dejarán al toque. Los jugadores, dirán después, tampoco se oían entre ellos. Quizá te quedaste corto, mi querido, cuando entregaste todo el poder –de disculpa– a las jabulanis. Las vuvuzelas también tienen: hoy, por ejemplo, dicen, son la razón por la que Demichelis no oyó el grito de los suyos y regaló un gol a los ajenos, y devolvió a la vida un partido que ya había terminado con el 2 a 0. Su error –otra vez el error– permitió que Argentina se encrespara, se embatistutara, y convirtiera al joven Higuaín en el nuevo prócer de la patria hasta el próximo martes inclusive.  

Higuaín es el reverso más exacto de Messi, prodigio de la naturaleza: un jugador sin grandes talentos que, a fuerza de esfuerzo, está consiguiendo un lugar increíble. Todo en él es saber geografía: Higuaín está ahí porque su mérito es saber estar ahí donde puede cobrar. Boris Vian tenía una canción sobre un su tío que se había encerrado años a construir una bomba atómica; al final lo logró, pero su radio de acción era muy limitado. El tío se deprimió, hasta que dio con la respuesta: tendría que arrojarla en una reunión de presidentes o algún otro lugar que valiera la pena. Los goleadores son así: inventores de jugadas fallidas, que sólo sirven porque están en el lugar preciso y el momento indicado, pese a las vuvuzelas. 

He oído, te decía enronquecido, su canto de sirenas –policiales. Y puedo decirte que ellas –incluso ellas– son modificadas por la televisión: nadie nos había mostrado que el equipo completo del vuvuzelador es la vuvu en una mano y la cerveza en la restante; que la una permite soportar la otra, y viceversa. Hay tantas cosas que no se ven en la tevé, ya lo sabíamos. Pero lo decisivo es cómo se ve lo que se ve. Porque el fútbol ya no es un deporte que se vea en el espacio, sino en el plano. De los ¿50 millones de personas? que vieron el partido de hoy, sólo 80.000 lo vieron en la cancha. Un día de estos, mi querido, cuando las emociones amainen y nos lo permitan, tendremos que hablar de la cuestión. 

Mientras tanto, lo que esas cifras dejan claro es que el público de carne y hueso es una especie en vías de extinción y que no hay barco de Greenpeace que lo salve. Yo estoy cada vez más seguro de que, en cuanto la FIFA y las televisoras puedan replicar al público con un programa de efectos especiales, cerrarán las tribunas y serán felices: todo será más barato, más limpio, mucho más controlable. Por el momento, las vuvuzelas son una avanzada: borran los cantos, los gritos, los ritmos y los enfrentamientos y hunden las diferencias en un bajo continuo. 

Pero no me hagas caso: aunque no se me note, estoy eufórico. He visto en la supuesta realidad una goleada de Argentina, he confirmado que la realidad no es ésa, puedo seguir tranquilo mis yiros africanos. Estar en un Mundial –tú lo sabes mejor– es un engorro: muchas horas sin nada más que hacer, demasiada espera para poca esperanza, mucho tedio. Aunque los sudafricanos hayan tenido una idea inmejorable: cada partido te llena todo el día. Hoy, por ejemplo, me levanté a las ocho, salí del hotel nueve y media, tomé un bus a las diez, llegué al estadio hacia las once y media, hice horas de cola, ví un partido, grité, salté, salí a las cuatro, tomé otro bus y ahora, seis de la tarde, acabo de volver. No te lo recomiendo, mi sedentario amigo, y yo mismo me voy mañana en el primer avión. Aunque, de todos modos, por si quieres venir, no te preocupes por la cuestión de las entradas. Aquí tengo la mía, entera, preciosamente virgen: entré, miré, salí, y nunca nadie se dignó pedírmela. Pese a las vuvuzelas, los bafanas son de lo más hospitalarios.