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12 de enero de 2007

El olvido que seremos

Por: Ricardo Bada

Para empezar, quisiera copiar aquí un soneto de un poeta de Huelva, José Manuel de Lara, que en su día (hace de esto más de cuarenta años), y porque siempre he sabido envidiar con muchísimo respeto, me hizo rechinar los dientes de puta envidia y sacarme el sombrero con sana admiración:
 

«Dentro de ti me encontrarás un día
cuando cubra tu voz mi sombra inerte.
Algo mío tendrás tras de mi muerte
al hacer aquel gesto que yo hacía.
Desde mi ausencia, entonces, yo querría
algo más que un silencio que ofrecerte.
Esta nostalgia gris que ya se vierte
hacia tu soledad, desde la mía.
Hasta ti llegaré en la madrugada,
y en todo me hallarás, no estando en nada.
Después me iré perdiendo en el olvido.
Y si el tiempo borrase hasta mi nombre,
ese día sabrás, hijo, que el hombre,
cuando deja su sangre, no se ha ido».
 

Y ahora debo decirles muy brevemente algo que si no lo dijese, reventaría: le tenía miedo a leer este libro de Héctor Abad, El olvido que seremos, porque trata fundamentalmente de cómo y por qué asesinaron a su papá, y yo tenía miedo de leerlo por como fue la muerte de mi padre y por todo lo que sufrimos quienes lo queríamos tan entrañablemente como Héctor quiso (y sigue queriendo) al suyo. Y no es que a mi padre lo asesinaran unos sicarios, no; fue la biología –que también puede ser sicaria– quien lo asesinó con un infarto inmisericorde que se lo llevó de este mundo, y tan cruel e inesperadamente como sucede en los asesinatos, en menos de dos minutos. Sé que no son muertes homologables, lo sé racionalmente, pero mi dolor no.
 
Mas finalmente decidí echarme al agua a toda madre y me metí a leer El olvido que seremos, y mi miedo se confirmó de una manera inesperada. Porque yo estaba preparado para la muerte de Héctor Abad padre, pero no para lo demás. No para unos capítulos que me dejaron sin aliento, tanto que aunque iba embalado tuve que suspender la lectura, me habían herido, y me hicieron además entender una observación de Héctor cuando hablamos por teléfono el 13 de diciembre, “que es el día de Santa Lucía”, me dijo, pero que en realidad era y es para él mucho más.
Recuerdo haber llorado sin vergüenza alguna cuando lei hace tantos años el capítulo donde muere el niño Aliosha en Los hermanos Karamasov. Desde entonces, ninguna muerte me ha impresionado ni me ha conmocionado tanto en un libro.
 
Me hizo recordar una noche en Valladolid, en el 99, noche de tapas y copas con el que para mí es el mayor poeta vivo español, Antonio Gamoneda, el merecidísimo Premio Cervantes 2006. Estábamos platicando de poesía y de repente me dijo: “Fíjate en lo perversos que somos quienes obtenemos deleite de la lectura de, por ejemplo, las coplas de Jorge Manrique. Habrá pocas cosas más bellas en castellano que esas coplas, y las gozamos a plenitud, leyéndolas en voz baja o declamándolas. Y ese goce nuestro proviene del dolor de Jorge Manrique. Lo que él expresa en ellas es su dolor, y de su dolor derivamos un placer estético. El sadismo se debe parecer mucho a eso, ¿no crees tú, Ricardo?”
Antonio es un sabio, y no supe qué contestarle, ni lo sé todavía. Y mucho menos después de leer este libro de Héctor Abad.
 
Un libro que es hermoso en una dimensión que escapa a los criterios habituales. Acabo de decir que lloré con la muerte de Aliosha, pero Aliosha era una criatura de ficción, aun cuando es muy posible que Dostoiewski se haya inspirado en alguna muerte de algún niño que le tocara estar cerca. De acuerdo, nunca se escribe en el vacío total, pero en esa novela Aliosha es ya ficción, y si logra conmovernos de esa manera, cómo no logrará hacerlo lo que Héctor cuenta y cómo lo hace y sabiendo el lector que aquí no hay ficción que valga, que son hechos duros y puros. Ay... Por eso es hermoso este libro, como lo son las coplas de Jorge Manrique que el papá de Héctor se sabía de memoria y a fuerza de oírselas recitar las aprendió su hijo.
 
Otra paradoja: adoré este libro, y sin embargo debería odiar el mismo hecho de que haya sido necesario escribirlo. Esas dos muertes, y tanto dolor, y tanta hijueputez. ¿Será ese el epíteto que el editor de Héctor le desaconseja en relación con un canalla que viste púrpura en el Vaticano? (Son tantos que puedo permitirme la perífrasis sin ningún riesgo jurídico). Pero bueno, si ese no ¿qué otro epíteto aplicarle, pues?
 
Summa summarum : El olvido que seremos, «lo digo y no me corro», está predestinado a ser un clásico de la escritura memorialista en lengua española. Pero añado, de la manera más desvalida que se me ocurre, que ningún escritor debiera pagar nunca un precio tan alto.