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2 de diciembre de 2006

ESTA SALVAJE OSCURIDAD (I)

ESTA SALVAJE OSCURIDAD (I)

Por: Efraim Medina

La novela de Harold Brodkey, Esta salvaje oscuridad, subtitulada La historia de mi muerte, es, por exacta lógica, una de las más vitales que haya leído en mi vida. Cada línea sucumbe al ansia sobrehumana del escritor por exprimir al máximo ese conteo regresivo. Desde las dos primeras palabras Brodkey nos informa que la retórica no tiene cabida allí: Tengo sida. Pero no vayan a creer por eso que se trata de una novela patética, Brodkey la escribió con toda la franqueza, crueldad y desesperación posibles. La carga emocional párrafo tras párrafo no da tregua, ni una línea se desperdicia porque quien la escribe sabe que puede ser la última. Uno lee y queda atrapado sólo que esta vez no hay trucos ni sorpresas, el sujeto encerrado allí está diciendo la jodida verdad y la verdad, como todos sabemos, es una joya terrible que no hace concesiones. Pero para un escritor, y Brodkey es de los mejores que han existido, la verdad es sólo una parte. Mucha gente en el mundo tiene sida pero eso no significa que escriba novelas extraordinarias. La verdad es el punto de partida, la apuesta esencial, sin ella ninguna literatura importa. Ella sostiene y justifica el artificio. Brodkey sabe que va a morir, de hecho murió, pero no cede un ápice en su intención de tejer en forma perfecta esa agonía. No quiere compasión ni distancia, exige entrar con él hasta el borde mismo de esa salvaje oscuridad.

La primera obra de Brodkey se publicó en 1954, se trataba de una colección de relatos que tituló Primer amor y otros pesares; entonces tenía 24 años y no le dolía un hueso pero aquellos exquisitos relatos que sedujeron a John Cheever, tenían la extrema franqueza y honestidad de su última novela. La literatura contemporánea, que podría prescindir de tantos escritores, no sería la misma sin Brodkey.

Creo que precisamente eso que prima en Brodkey, y en todo escritor que valga la pena, es lo que falta a menudo en la nueva literatura latinoamericana. Muchas veces leer a mis contemporáneos me resulta un fastidio, no se trata sólo de las pretensiones, los lugares comunes y el oportunismo de las historias: es algo peor, es sentir que son escritores de juguete. No hay pasión ni compromiso en ellos y me refiero al compromiso visceral, emocional e intelectual que debe haber entre el escritor y lo que escribe. La mayoría de nuevos escritores latinoamericanos tienen una idea casi suntuaria de la literatura, lo que escriben no pesa, no significa un pito. Obvio que cada quien tiene sus propios intereses y temas para abordar, lo triste es convertir la literatura en una fórmula. La literatura debería ser una experiencia única, cada libro que escribimos debería llevarnos al borde del delirio, abrir nuestra mente, estremecer los cimientos de nuestras convicciones y no creo que esto se logre haciendo astrología o pasando noticias y desgracias ajenas a formato de libro. Los temas de la literatura son infinitos, Ray Bradbury, por ejemplo escribió sobre marcianos. Sin embargo, los marcianos de Bradbury son más intensos, reales y vecinos a nuestro vértigo que tantas historias y personajes de la nueva literatura latinoamericana. Y es que Bradbury no usó a esos marcianos como truco publicitario, ellos le sirvieron para retratar en forma esplendida lo deformes, feroces y egoístas que somos los seres humanos. Y si son tan creíbles esos marcianos es porque están hechos de la fibra íntima de Bradbury. El escritor y sus criaturas son caras de la misma moneda. Nadie te pidió escribir, cuando se toma esa decisión se asumen todas las consecuencias que entraña. Escribir es un acto personal, un secreto que deseamos compartir con el resto del mundo así que no deberíamos quejarnos cuando ese mundo nos pida cuentas. La literatura es un arma poderosa que debe estar a favor de la vida, debe arriesgarse, debe intentar ir más allá de los cócteles y de los pequeños círculos aduladores. Como decía Capote, hay grandes diferencias entre escribir y escribir de verdad. Me decepciona ese tipo de escritores que hacen carrera imitando la literatura, esos inexpresivos cronistas de lo inmediato que ni siquiera distinguen entre información y sabiduría.

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