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28 de agosto de 2009

Freak show del demonio

Por: Daniel Pardo

Si bien dice que empieza a las 3 de la tarde, a las 4 sale un señor que fácilmente podría ser Hunter S. Thompson: cachucha vieja de un equipo de béisbol, pantaloneta ancha hasta los tobillos, sandalias, camisa percudida, chaleco escocés y una piel aria y lisa. Calvo y ojos grandes y penetrantes. A pesar del largo cigarrillo en su boca, el señor habla con una autoridad pesada y una voz que aturde a media playa.

Porque estamos, Welcome, en Coney Island, la playa más cercana a Nueva York y, por ende, la playa más sucia y bizarra que uno se pueda imaginar. Bizarra hasta el cuello; absurda, vulgar e insólita.

Pensemos, un segundo, en Big Fish y el circo con el que Edward Bloom se va de gira. Gigantes, mujeres siamesas, ratas humanas, unicornios, hombres lobos, una bailarina con ojos de gato, un enano en un minotauro y una mujer enteramente tatuada. Cosas que uno sabe que no existen pero que la gente se ingenia para vender como tal. Ese es el colorido contexto. El museo del gato, la casa de Hitler, la mujer más chiquita del mundo, el señor que come vidrio: cosas que le hacen pensar a uno en este país de gordos y perros calientes, en el que hay una ignorancia profunda que se carcome a la mitad de sus ciudadanos y hace que la gente viva de mostrar su mediocridad.

Pero estamos en Coney Island y no hay tiempo para pensar, sobre todo si el sol pega a 35 grados centígrados. Hay que concentrarse y tratar de entender qué carajos es lo que dice Hunter Thompson por el micrófono. Fuera de que habla rápido y en argot, los parlantes se reventaron en los ochenta y el micrófono no pasó de los setenta. Todo es viejo, caliente, sucio, chillón, y el señor, que parece estar borracho, repite lo mismo unas siete veces, para convocar más y más gente: “Vengan, sí señores, este show les cambiará la vida, sí señores. 5 dólares, sí señor. Venga, acá está el mundo de la bizarreidad.”

Uno piensa que los tipos se van a comer un animal vivo. El señor le pide a su colega, también algo jalada, que lo acompañe en la tarimilla para dar un aperitivo del show. Sale Lucy (que en la foto sale muy favorecida), una mujer de unos 32 años vestida con una falda de cuero, una camisa negra de charol y medias veladas rotas. “Es la mujer elástica”, dice Thompson. Y digamos que lo es, pero nada que uno no haya visto antes. Pero es solo un bocado; adentro está lo bueno. Seguimos entusiasmados.

A continuación sale una chica gorda con dos lenguas maquillada sin cuidado (también favorecida por la foto) y nos invita a su show de fuegos artificiales. Uno dice, “bueno: la señora se va incendiar el pelo.” Thompson anuncia una magia con un billete y resulta que la magia es que el show ahora vale 3 dólares, no 5. Todos felices, entramos emocionados ansiando una silla y un ventilador.

 

Pasa que es un show sin tribuna, no hay sombra, la tarima tiene 2 metros cuadrados y uno puede ver a los protagonistas cambiarse al pie del escenario. Están de recocha, tomando algo en esos vasos rojos de plástico que les encantan a los gringos. El sudor se hace más espeso y sentarse en el piso ardiendo, imposible. El primer acto es el de un tipo parecido Cosmo Kramer (langaruto, flaco y torpe) que se mete tornillos por la nariz al ritmo de Iron Maiden. Después Lucy se pone sus piernas en el cuello otra vez. Más tarde, un tipo parecido a Flea, el de los Red Hot Chili Peppers, se para en una cama de vidrios, y acto seguido la Mujer Lagartija, la de las dos lenguas, sopla fuego por la boca. Nada es algo que lo impacte a uno. Más bien, lo impactante es ver a esta gente, jincha de la rasca, haciendo el ridículo.

Lo último es la tapa. Una mujer espigada que ha estado todo el show pintando con un esfero en una caja de cigarrillos se mete a un baúl tapado con un mantel. Thompson quita el mantel, y la cara de la señora, con un antifaz, es la cabeza de la “¡Mujer Araña!”, ya que el interior del baúl está diseñado para parecerse a una araña gigante. Thompson pide un aplauso para la “¡Mujer Araña!” y suenan un par de palmadas aburridas. Es absolutamente devastador. Uno no puede creer que lo piensen a uno así de estúpido. Un niño, no mayor de 7 años, le explica a su papá la obviedad del truco, que parece diseñado por retrasados.

Al salir, hay una enclenque vitrina con el vidrio sucio que muestra el esqueleto demacrado de una supuesta sirena. Por último, lo invitan a uno al museo del niño, un espacio donde un señor de la China, de 90 centímetros de alto, que no habla inglés, le muestra a uno los fetos de unos siameses.

Parece mentira que a alguien se le ocurra hacer de esto un show. Sí, claro, vale tres dólares y estamos en la letrina de Nueva York. Pero es insólito que algo como esto exista y que alguien se dé el lujo de llamarlo un freak show, cuando en realidad hasta los niños saben que es un grupo de desempleados borrachos, tatuados y gordos, haciendo el ridículo y mostrándonos sus defectos y errores en la vida.

Hubo un día en el que los freak shows de Coney Island fueron un símbolo de este barrio de la Gran Nueva York. Pero éste —que está al lado del circo, de los famosos perros calientes de Nathan’s y de la legendaria montaña rusa Cyclone— es un chiste que demuestra hasta qué punto llega la crisis en la que se encuentra este país por estos días.