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9 de marzo de 2010

Infiltrado en un matrimonio indio

Por: Daniel Pardo


Mucho se puede decir sobre el matrimonio en la India, y May You Be The Mother of a Hundred Sons, el exitoso libro de la periodista gringa Elisabeth Bumiller, bota buenos ejemplos. En occidente diríamos que el rol de la mujer en la India es descriminatorio e inmoral. Pero la verdad es que las mujeres acá son felices y no se ven de otra forma. El hecho es que el 90 por ciento de los matrimonios en al India son arreglados, y en el 40 son producto de un dote, una suma de plata que la familia de la novia paga al novio. El matrimonio, en todo caso, es una de las instituciones más importantes en la vida de un hombre o una mujer en la India, y por eso decidí infiltrarme en uno. Por sorpresa, lo logré en cuatro, todos en la ciudad media de Bikaner, en el estado de Rajastán. 
 
El primero, en realidad, no era el matrimonio, sino una de las 10 fiestas que se hacen en las vísperas. Las familias, que usualmente están regadas medio país -estudiando, trabajando y demás- se reúnen en el mes de febrero por más de una semana, solo para celebrar los diferentes rituales que implica un matrimonio. Tres hombres estaban sentados en la calle con tazas de té en una actitud abiertamente festiva. Les pregunté que si sabían de un matrimonio, y en efecto estaban siendo parte de uno, a la vuelta de la esquina. Y que si quería me podían llevar. Me recibieron como si fuera el hermano perdido en el primer mundo que no veían hace 30 años. Me dieron té, galletas, dulces, chocolates; se pararon, mientras yo, sentado, comía galletas, a verme actuar como si fuera un show por el que habían pagado. Estaban en la transición entre los dos rituales del día, en la casa del novio: almuerzo preparado por su hermana y consagración de ella como madrina del casamiento. Era, en otras palabras, el día de la nuera o suegra, que en este caso resultó ser la única persona que hablaba inglés. Después de que me tomaron fotos y se gastaron las mitad de mi libreta con los mails de toda la familia, me pidieron, sin eufemismos, que me fuera, porque el ritual de consagración como madrina, si bien no religioso, era privado, a pesar de que habían contratado un videógrafo y dos fotógrafos.


Los indios ahorran la vida entera para esta colorida fiesta. Munis, un estudiante de medicina que habla inglés perfecto, me vio en la calle y me invitó, sin razón alguna y de repente, al matrimonio de su hermana, que se iba a llevar a cabo a las 6 de la tarde. En su moto me llevó al patio de 30 metros por 50 que estaba decorado con telas de seda en diferentes colores vivos. Dos tarimas, 8 parlantes, una pista de baile, una barra de comidas y 7 meseros habían sido contratados. Las niñas vestían trapos de todos los colores, estaban maquilladas y se había arreglado el pelo, que casi todas tenían largo y suelto. Los hombres vestían pantalones de dril blanco y camisas brillantes, algunos con botones de neón. La música sonaba a reventar, sin importar que los parlantes se estuvieran estropeando. Yo vestía pantaloneta de baño y camiseta de algodón de tres días. Y aún asi, me recibieron, otra vez, con galletas con crema en la mitad y té en leche con azúcar. Después me sentaron a ver el show de la niñas bailando, que duraría hasta las 4 de la mañana y del que yo me escapé a las 8, cansado del mismo baile con la misma canción por una niña diferente.
 
Además, iba para el matrimonio de la familia del conserje de mi hostal, que me había prometido que podía ir a la ceremonia de su primo, que era en la calle principal de Bikaner. Dos personas se quemaron con pólvora y un perro fue atropellado en el evento más desordenado y alborotado que he visto. En la mitad de una angosta calle congestionada con taxis, mulas, vacas, cabras, perros, micos, motos y carros, una carroza rodeada por una banda de guerra llevaba al novio emperifollado en trapos brillantes y un sombrero que lo dejaba pestañear. Y no pestañeaba, ni hablaba, ni sonreía, como sui fuera a casarse con una mujer que no conocía. La gente se caía en medio el caos, y él seguía como una estatua en su enclenque carroza. Lo llevaban para la casa de la novia, donde lo dejaron con la familia de ella y a donde a ninguno de los otros invitados -entre ellos yo- dejaban entrar.

Groom on Horse by amika*g.

En mi camino al hotel vi un matrimnonio que estaba por terminar. En una carpa de colores rosados y amarillos con piso de pasto artificial, unos 20 hombres comían arroz y curry con la mano en platos de plástico decorados con florecitas. Yo pregunté dónde era la fiesta, y ellos, borrachos, me sentaron para verme comer la comida que yo nunca afirmé querer. Me molestaron, se rieron de mí, hablaron en hindi por horas mientras yo me comía el pote de arroz que alguno me sirvió con la mano. En quince minutos, salí disparado pensado que había estado en un circo sin mujeres ni animales, sino con machos borrachos que encontraron, al final de la rasca, un payaso de un país lejano llamado Colombia.
 
En ninguno de los matrimonios vi al novio junto a la novia. Tampoco argollas, compromisos o champaña. De hecho, nunca nadie me supo responder detalles del noviazgo o la propuesta. El matrimonio en la India, concluí, no tiene que ver con el amor o la religión, sino con el copromiso social y cultural que tienen los hombres y las mujeres de formar una familia.