Los mejores polvos que me he echado en la vida, fueron
con un tipo que tenía chucha. Claro, en el momento no lo sabía. Era el amigo de
hace una columna, con el que terminé cuadrada. Y como buena amiga y amante que
soy, lo perdono todo. Menos un mal polvo. Podíamos bailar salsa durante horas
hasta terminar bien pegaditos y ensopados —una retorcida versión de lo que
llaman “polvo seco”— y, como lo saben los amantes de la salsa, un claro
preámbulo para una noche de sexo. Nos untábamos aceite, nos mojábamos en la
ducha, hacíamos todo lo posible para echarnos polvos “pegajosos”. Estuvimos
todo un fin de semana en Girardot comiendo, tirando, tomando, sin bañarnos un
solo día. Dos días de verdadero retiro espiritual que estoy segura se repetirá
con pocos. Me enteré años después de lo que decía la gente de su chucha y lo
comprobé. Solo que en dos años de estar juntos no me había dado por enterada.
Ni siquiera ese fin de semana en Girardot.
Dicen que los hombres se enamoran por los ojos y
las mujeres por los oídos. Mentira, Kinito Méndez. Es cierto que el que no
muestra no vende y que a las mujeres nos encanta que nos echen piropos. Pero de
enamorarse, ¿enamorarse?, si tuviera que
escoger una parte del cuerpo para el amor (fuera, claro, de la entrepierna)
sería la nariz. Lo he dicho antes: el sexo es sin asco. Más asco me dan esas
mujercitas que profesan una superioridad de género por cuenta de los olores
corporales (¡ayyy, seba esos tipos que se echan pedos en la cama! dicen, como
si ellas no se los echaran). Me encanta que los hombres “huelen a hombre”, de
la misma manera que espero que a ellos les guste que yo “huela a mujer”.
Mucho se ha escrito sobre el asunto. El domingo
pasado, Esther Balac (mi querida colega de El Tiempo, a quien admiro
mucho, a pesar de que corren chismes de que en realidad es un hombre), dedicó
su columna al polémico tema del “olor a hombre”. Decía: “El asunto es tan serio que investigadores del Instituto
Karolinska, de Suecia, encontraron que las feromonas presentes en el sudor de
ellos impactan directamente en las áreas del cerebro de las mujeres,
y de los señores homosexuales, responsables de causar alegrías de la cintura
para abajo”. Sabia mujer (o sabio “señor
homosexual”, para usar su curiosa expresión, o “señor trasvestido” o “señor” a
secas, aunque no me consta). Es más, dicen las malas lenguas (es decir, los
sexólogos) que los olores son indicadores de compatibilidad sexual: si la
chucha de mi ser querido huele rico, no huele, o soy capaz de ignorarla,
seguramente nos echaremos buenos polvos. Y es extrañamente lógico. Si alguien
no se aguanta la chucha de su ser amado ¿cómo se va aguantar olores más
comprometedores? (el olor a pene o el olor a sábana sudada).
Por eso les digo a los que creen en las bondades
de un “cuerpo glorioso”, vayan a misa. Declárense célibes. Ahórrense malas
pasadas y, de paso, nos la ahorran nosotros, los seres humanos de carne y
hueso. Reitero con Balac, que me gustan los hombres que “huelen a hombre”. Pero
a diferencia de ella (o él), no tengo receptores para “los malos olores” en el
alma. El amor (o la arrechera) es ciego y no tiene olfato. Mi exacerbado
instinto de apareamiento hace que dichos receptores desaparezcan. ¿Quién ha
dicho que no soy una romántica?
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