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27 de junio de 2010

Mi palabra

Por: Juan Villoro y Martín Caparrós

Por Martín Caparrós

Lateral a Villoro:


Siempre pensé que viajar, caro güey, era un intento fallido de viajar en el tiempo. Pero a veces resulta: a 10 kilómetros de aquí, los pueblos no han cambiado mucho desde los tiempos de Mahoma. Muros de adobe en fortaleza, casas de adobe cuadradas sin ventanas, graneros de cúpulas de cañas, personas y animales confundidos, las muchachas que traen el agua en cántaros sobre la cabeza, los muchachos que aran la tierra con un palo afilado, las mujeres que muelen mijo en morteros de madera, los hombres que discuten sus asuntos a la sombra del árbol. No hay electricidad, faltaba más, y el transporte más común es la carreta de una vaca; también hay algún burro, caballos, los camellos. Las personas no fuman ni tienen colesterol, se casan a los 15, mueren a los 45. Son expertos en exprimir cada recurso de una naturaleza que no regala nada; comer mañana es una posibilidad entre otras varias.

Pero aquí, en la ciudad, en Zinder, en el este de Níger, gran capital de la pobreza, hay televisiones en la calle para ver el Mundial. Son las teles más chiquitas que he visto en mucho tiempo, y cada una convoca docenas y docenas. Yo los miro y me pregunto qué pensarán del partido de hoy, qué puede significar para ellos que se crucen Argentina y México.

Seguramente poco. Yo, en cambio, le sigo dando vueltas. Me he pasado horas y horas, mi querido, estos días, pensando qué te escribiría si perdíamos. Si perdíamos nosotros, digo, la humanidad, el fútbol, el arte de vanguardia, la vida misma, la Argentina con México. En estos días, entonces, barajé varias opciones posibles, y al final me decidí por una que empezaría diciendo que “yo siempre he estado con los débiles. No siempre por decisiones éticas; a menudo, porque la estética de los fuertes suele ser tan banal, tan poca cosa. Ser argentino, por suerte, no me coloca de un lado ni del otro: me permite hacer como que elijo. Los argentinos hemos sabido sostener la superchería resistente de nuestra módica potencia, basada en una colección de cualidades indemostrables y en un futuro que ya nunca se va a hacer presente. Somos sanata pura, salvo en el fútbol. Ahí sí somos un éxito impensado.

La Argentina podría haber producido jockeys pluscuamperfectos, handballistas excelsos, inigualables pelotaris, golfistas infalibles: nada, en principio, lo impedía. Y podía haber dado futbolistas de nivel canadiense, kenyata, ruso, boliviano. O ni siquiera malos jugadores: buenos, correctos, interesantes como los belgas o los serbios, que se defienden y nunca ganan nada. Era perfectamente posible: nada en la lógica de nuestra historia –de ninguna historia– nos predestinaba particularmente para el fútbol. Y sin embargo, el fútbol es la única verdad entre tantas sanatas argentinas. Pero esa verdad nos incomoda y descoloca: tras tanto simular potencia, no sabemos qué hacer con la potencia verdadera y tenemos que disimularla, desarmarla, para que no se nos derrumbe el edificio”, te habría dicho, poco más o menos, para explicar nuestra derrota, y, al releerlo, me daría cuenta de que me había ido al carajo. Entonces volvería atrás: “y, como siempre he tratado de estar con los débiles, me alegro de que un equipo tan rematadamente triste y anodino como el tuyo, un equipo de corifeos del sí se puede –grito que no insiste en la posibilidad de lo imposible sino en la suposición de lo deseado como imposible, grito de la melancolía– le haya ganado a esa colección de millonarios aburridos que se dignaron usar, por un par de semanas, la celeste y blanca. Salud, mi caro: es gran momento cuando cambia un paradigma”, te habría escrito, poco más o menos, antes de advertir que las palabras “cambia un paradigma” no constituyen, ni mucho menos, ese grande finale que buscaba.

Pero tú sabes –“a mí me pasa/ lo mismo que a usted”– que siempre he tratado de escribir ficción. Y, por más que le daba vueltas, hacía mucho que un texto no me parecía tan ficticio: la Argentina le va a ganar a México. Lo contrario no tiene sentido y, en un mundo razonable como éste, los sinsentidos no suceden. Giovanni es el tercer suplente de Messi, Rafa Márquez el de Milito que ni siquiera fue llamado, Higuaín es el goleador del Madrid, Tévez ganó todos los campeonatos y uno más, y así de seguido: no hay color. Por no sonar oportunista, te mando ésta con la antelación necesaria para que quede publicada antes del partido. Por ella declaro con la solemnidad del caso que si hoy México le gana a la Argentina no tengo más nada que decir sobre el fútbol y sus alrededores –porque no lo entiendo– así que me retiro, y que los compañeros Cayuela y Samper no me deben ni un duro y que me voy a dedicar a seguir todos los partidos de lacrosse que pasen en la televisión de Níger –pero eso sí, bien calladito.

Esta noche, querido, para mí, no se juega un partido: me juego la palabra.