Home

/

Generales

/

Artículo

16 de septiembre de 2006

MORIR EN EL PARAÍSO

Por: Efraim Medina

A dos horas de Cartagena de Indias hay una isla llamada Paraíso; en su arena, blanca como la nieve, las tortugas llegan a enterrar sus huevos. En el agua transparente, plena de matices azules y verdes, miles de peces y criaturas marinas se mueven apacibles bajo el ardiente sol. Es una reserva natural y la presencia humana, como debe ser en un verdadero paraíso, está prohibida. La isla hace parte del archipiélago El Rosario, son en total 27 islas, la mayoría en manos de propietarios privados que las visitan en vacaciones o tienen hoteles para el turismo. A diferencia de buena parte del país, ese pedazo del Caribe colombiano ha estado a salvo de la guerra y la violencia indiscriminada, por eso fue extraño para los pescadores encontrar el cadáver de una niña atascado entre las raíces de los mangles muy cerca del Paraíso. Extraño, sobre todo, porque los isleños se conocen entre todos y aquella niña no era “de por ahí”. Tampoco habían escuchado que alguien la estuviera buscando. Los pescadores la llevaron en su lancha hasta Cartagena y entregaron el cuerpo a las autoridades. La investigación descubriría que la niña se llamaba Analinda, tenía catorce años y pertenecía a una humilde familia de un barrio marginal de las afueras de Cartagena. En realidad su familia eran su madre y siete hermanos, todos menores que ella. Su madre dijo a las autoridades que Analinda había salido de su casa quince días atrás para irse a estudiar modelaje a Milán. “Un señor italiano alto, blanco y canoso vino a buscarla y dijo que con su belleza podía hacer carrera en la televisión y sacar adelante a toda la familia” aseguró la madre entre lágrimas. Aquel hombre incluso le había dejado una buena cantidad de dinero a la madre de Analinda.
La historia de Analinda no es nueva, alrededor de 1.200 niños son obligados a vender sus cuepos dentro de las redes de prostitución infantil que operan en Cartagena y cuyos clientes más asiduos son italianos y españoles. Como revelaría luego la autopsia, Analinda no murió por accidente. En su cuerpo y su cráneo había moretones y raspaduras que llevaron a la hipótesis que alguien muy grande y fuerte la había mantenido bajo el agua hasta que se ahogó. En las uñas de Analinda se encontraron restos de piel que fueron enviados al laboratorio para establecer el DNA del asesino. Las razones del crimen siguen siendo un misterio.
Hace una semana estuve en Cartagena y decidí visitar aquella Isla. Un amigo, biólogo marino, consiguió un permiso con la excusa que íbamos a hacer un reportaje sobre la vida animal en el Paraíso. Llegamos en su lancha y nos sorprendió ver otra lancha parqueada frente a la isla. Bajamos de la lancha y nos adentramos en la pequeña isla que era más bella aún de lo que recordaba. Hacía el lado izquierdo, sobre la arena, había varias parejas formadas por niñas mulatas y hombres blancos, gordos y calvos. Dentro del mar había otras parejas con la misma simetría. Mi amigo sacó del agua una estrella marina aplastada y maldijo a aquellos turistas. Uno de los tipos que estaba en el agua le gritó algo a su niña en español con fuerte acento romano. La niña negó con la cabeza, parecía asustada. El viejo siguió hablándole en voz baja, entré al mar para poder escucharlo y caí en cuenta que aquel viejo, calvo y gordo romano quería que la niña se sumergiera en el agua y le hiciera sexo oral. Ella trató de explicarle que no podía aguantar la respiración mucho tiempo y él le decía que era un puta floja y estúpida. Otro romano vino y trató de calmar a su amigo. Pensé en Analinda y sentí escalofríos. Salí del agua y fui a buscar a mi amigo que estaba hablando con los lancheros. Ellos sostenían que tenían permiso para estar en el Paraíso y mi amigo les replicaba que aquello era una reserva natural y se iban a meter en un lío. Llamé a mi amigo y le dije que debíamos avisar a la policía. Él sostuvo que era inútil, que ellos tenían vigilantes y antes que llegara la policía ya se habrían ido.
-Pero la mayor de esas niñas no llega a los quince-insistí.
-El padre de tres de ellas es el mayor de los lancheros y el otro es hermano de otras dos. Si viene la policía les dirán que están sólo paseando a unos amigos extranjeros. Tienen todo planeado.
Otra vez el acento romano llegó a mis oídos, el viejo estaba de nuevo gritando a la niña. Bajé de la lancha y fui hacia la playa. La niña se había sumergido. Al viejo no pareció importarle que lo estuviera mirando. La niña sacó la cabeza y le dijo que no podía más, me di cuenta que no era la misma. Entré al agua y me acerqué al viejo, le dije que aquella niña podía ser su nieta. El viejo seguido por la niña fue a reunirse con el resto del grupo. Fui hasta la playa y me quedé viéndolos. Al cabo de un rato la manada de viejos italianos acompañados por las niñas subieron a su lancha, la lancha tenía capacidad para doce personas y ellos, sumando a los lancheros, eran diez y seis. Aquella lata de sardinas arrancó y desde la cubierta las niñas hicieron gestos obscenos. Mi amigo se acercó con expresión resignada y con la vista clavada en el mar dijo entre dientes:
-De esos hijueputas no se salva ni el Paraíso.