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18 de marzo de 2010

Selva

Por: Adolfo Zableh

¿Se ha preguntado alguna vez qué hace toda esa gente en la calle?

El instalador de redes de internet, el repartidor de la droguería, el que maneja un camión de gaseosas, un señor de traje y portafolio que espera junto a otras veinte personas a que el semáforo cambie para cruzar una avenida, y la caravana de escoltas de un personaje “importante” que se lo vuela en rojo…

¿Por qué dejan sus casas todos los días para llenar la ciudad? ¿Tiene tan compleja y mecánica maniobra alguna razón lógica? Pararnos de la cama para trasladarnos kilómetros y hacer oficios que no disfrutamos para enriquecer a personas que no nos agradan es algo a lo que no le había encontrado sentido, hasta ahora.

Todo en el mundo existe para que no andemos por ahí, cazándonos unos a otros: machos alfa matando crías ajenas, los más jóvenes comiéndose a los ancianos. La gente que usted ve por la calle solo esta ahí ganándose la vida de la forma más civilizadamente posible. Por eso compramos licuadoras y celulares, esculturas y velas. Hacer lo que hacemos a diario es lo que nos separa de las bestias.

El aburrido banquero suizo dueño de un Mercedes Benz que nunca superará los 80 kilómetros por hora, el modisto francés que cobra miles de euros por una pañoleta y el pirata somalí que secuestra barcos de turistas hacen lo mismo, cada uno está buscando sobrevivir con las reglas del sistema.

Un escalón inferior a nosotros, los macacos japoneses buscan aguas termales de altas temperaturas para soportar los -20ºC del invierno, privilegio reservado para los más fuertes. Los que están en la parte baja de su pirámide social tienen que aguantar el frío con el riesgo de morir congelados. Estos últimos podrían dedicarse a hacer artesanías, o emplearse como operarios en alguna fábrica para poder comprarse un jacuzzi, pero tal posibilidad simplemente no está en su naturaleza.

Y un peldaño más abajo todavía se encuentran Arias y Noemí, dejando en evidencia qué tan bajo se puede caer por cuatrocientos votos. Debajo de ellos, Rodrigo Lara, borracho en día de elecciones, pasándose por la faja la ley seca de la misma forma en que lo hacía Francisco Santos cuando yo era mesero en un restaurante. Es que respetar las normas no está en la naturaleza de un funcionario público.

Pese al hambre y a la pobreza, a los políticos ebrios de poder y de whisky, el sistema funciona, así sea a los tropiezos. Lo estamos haciendo de la mejor manera que nuestros instintos animales nos lo permiten.

Si yo fuera macaco japonés no aspiraría a meterme en las termales durante el invierno, y si fuera senador trataría de alejarme del trago así fuera el fin de semana de elecciones. La cierto es que yo no se nada, no aspiro a nada. No se quién es el presidente de la bolsa de valores, ni el director del DANE. No se cómo funciona un fondo de inversión, quién es el jefe de campaña de Juan Manuel Santos, ni a cuánto está el dólar. Todos los días leo el periódico y entiendo menos de la mitad de las noticias. Solo se que no me gusta dejar mi casa a menos de que tenga una buena razón, y que Dear prudence y New coat of paint son mis canciones favoritas.