13 de junio de 2010
Sobrar sobra
Por Martín Caparrós Pasecito a Villoro. ¿Te acuerdas, caro amigo,
de los falsos amigos? Aquí abundan. En estos días, Cairo y Alejandría,
escucho messi todo el tiempo. El sonsonete se repite: suena una ristra
de palabras perfectamente incomprensibles y en el medio suele haber
algún messi. Y al final casi siempre otro messi: –¿Messi? –Messi. Lo pronuncian, es cierto, con
una ese líquida que me recuerda aquel acento que los argentinos, hace
veinte o treinta años, consideraban “mersa” –o el que hacen ahora
los imitadores porteños cuando se ponen Kirchner. –¿Messi? –Messi, inshallah. Seguía oyendo, una y otra
vez, en la mejor inopia, hasta que alguien se apiadó de mí
y me explicó que "meshi", en árabe, quiere decir de
acuerdo. Por eso le agregan inshallah: están de acuerdo, van a hacerlo,
pero sólo si Alá quiere. Todo aquí depende de esa voluntad; un par
de veces me he preguntado si es fatalismo duro o blanda precaución:
si creen que su dios se va a meter en semejantes pavaditas o si están
preparándose la excusa: –No, es que yo no quisiera,
es que Alá tenía otros planes. Messi, en la selección argentina,
siempre estuvo a la merced de Alá, que no quería. El destino de Messi
es tragedia pura: si triunfa, si todo le va espléndido, puede, tal
vez, quizá, ser como Él. Maradona era único; Messi será, con mucha
suerte, su mejor reedición, su copia más conforme. Con esa tragedia
en la joroba, el caso Messi es de lo más interesante de este Mundial
que, por ahora, distribuye mal fútbol sin pudores. Y era, sin duda,
lo más voceado del debut argentino. En su primer partido, Messi fue
casi Messi –sólo que no hizo los goles que en el Barça hace tan
fácil. Y el equipo argentino fue un equipo argentino: lento, resabiado,
contundente. Argentina jugó este partido como debía jugarlo –durmiéndolo
casi siempre, acelerándolo cada tanto, y si no hubo más goles fue
que el arquero nigeriano tenía los dedos demasiado largos. Hubo momentos
en que me entusiasmé; hubieras visto cómo me miraron mis contertulios
del café de El Cairo cuando grité ese gol que parecía el primero
y terminó siendo el último. Pero después se fue deshilachando:
está en la esencia de ese fútbol deshilacharse poco a poco, tratar
de convencer al adversario de que el partido se acabó –en el
minuto 35. Fue eficaz; la duda es qué hará este equipo cuando se encuentre
con uno de verdad –cosa que, por lo visto, parece lejana. Pero entonces
sí que esa defensa puede parecer muy indefensa, y peligrosa esa costumbre,
tan argenta, de “sobrar” el partido. No sé cómo se dirá sobrar
en mexicano, en colombiano; casi no sé cómo se dice en argentino;
sólo conozco demasiado bien ese modo de hacer las cosas como si las
cosas no merecieran el dispendio de ser hechas, que ha hecho que la
Argentina sea, desde siempre, la Gran Promesa, el País del Futuro.
Ese desdén, esa confianza –“estamos condenados al éxito”, dijo
un presidente en 2003, y ni siquiera simuló una sonrisa– son las
que se veían en la cancha –en la televisión viejita de este bar
en El Cairo– cuando el equipo argentino se quedaba parado y hacía
circular la pelota sin desearla. Había, sí, de tanto en tanto un arrancón,
casi por deferencia: vamos a hacerles el honor de atacarlos. O vamos
a subirnos la cotización un par de millones. Pero todo parecía demasiado
altanero. Me preocupó. Quizá, lo sabes,
caro güey, exagero. Inshallah, ojalá. Si no es así, este equipo va
a ser demasiado argentino como para pelear el campeonato.