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21 de noviembre de 2006

Un año sin RH

Por: Ricardo Bada

Se cumple un año de la muerte de Rafael Humberto Moreno Durán, y pienso que el mejor homenaje a su memoria es releerlo en unas páginas magistrales y conmovedoras que publicó en SoHo, en marzo 2005, dentro de un especial dedicado a “Cómo es sufrir de...”, páginas en las cuales se retrató de cuerpo entero como lo que era: nada menos que todo un hombre. Comenzaban así:
 
«Durante muchos años padecí una enfermedad que me producía fuertes dolores pero al mismo tiempo cierto regocijo. Y no es esta una declaración de masoquismo. Me explico (...) yo sufría de gota. Por los días en que cumplí veintisiete años de edad un médico de Barcelona me reveló que las terribles dolencias que con cierta regularidad se cebaban en el dedo gordo de mi pie derecho se llamaban gota. Padecía yo –de forma precoz, por lo demás– de una enfermedad que era considerada la más aristocrática del mundo. De ahí el regocijo con el que intentaba mitigar el persistente dolor. El solo hecho de saber que esa especie de cristales rotos incrustados que no cesaban de darle dentelladas a mi pie y que durante ocho o diez días me hacían conocer los privilegios del Infierno era el mismo suplicio que periódicamente padecieron Enrique VIII y Felipe II, amén de una larga nómina de escritores y magnates, convertía mi sufrimiento en una ingenua aunque gratificante placidez. La gota era una especie de superávit de la salud: sufría porque el ácido úrico, fruto de mi exuberancia vital, se acumulaba y cristalizaba en las articulaciones de mis extremidades inferiores al no poder ser eliminado con mayor rapidez por los medios normales. Sufría porque las ostras y las lonjas de venado o lomos de jabalí a los que era tan afecto, así como los litros de vino tinto que consumía, no solo enriquecían ilícitamente mi organismo, sino que, para seguir con el símil económico, al no poder darles un destino cierto a los réditos acumulados me pasaban una terrible factura de inconsolables sufrimientos. Pero privaba el orgullo, la vanidad de saberme dueño de una fisiología privilegiada, de formar parte de la aristocracia del placer así tuviera que pagar mi hedonismo con dolor. Sufría de gota y tal dictamen incluso produjo envidia entre mis detractores y rivales bien informados. Dejé de ser un escritor a secas y pasé a convertirme, gracias al agudo comentario de un crítico, en un escritor "gótico flamígero". Tan distinguida dolencia me acompañó durante muchos años, hasta que un día, incapaz de soportar el sufrimiento, pensé incluso en tomar decisiones extremas. Pero me salvó la morfina. Conocí las bondades de este paraíso artificial tras una larga peregrinación que con otros escritores hice por varias ciudades de Austria, Hungría, Alemania y Dinamarca. Pero la morfina, como las cortesanas más complacientes, no me satisfacía sin recibir nada a cambio: me pedía una devoción única, con horario y dedicación exclusiva, se me ofrecía como un cuerpo ávido pero interesado, exigía someterme al pacto sin concesiones de la adicción.
Por esas fechas, Álvaro Mutis, quien había sido testigo de mis padecimientos en Viena, me recibió en su casa de Hidalgo 13, en Ciudad de México, y me confesó que él también padecía de la enfermedad de los aristócratas y que el único bálsamo contra los dolores era el consumo de Alopurinol. Decidí ponerme en manos de los médicos y a partir de finales de 1991 inicié un régimen casi inocente que consistía en ingerir una tableta de Urocuad, de 300 miligramos, durante todos los días del resto de mi vida. El resultado fue satisfactorio hasta el punto de que, con cierta mesura, podía disfrutar de mis aficiones gastronómicas y etílicas».

 
Y luego viene el relato del calvario sufrido desde que diversos exámenes clínicos detectaron un enorme carcinoma en su esófago, el lunes 9 de agosto de 2004. Son unas páginas lúcidas y transidas del sentimiento de la fugacidad de la vida, que concluyen con unas palabras que se quedan pirograbadas en la memoria:
 
«Curiosamente, el único medicamento que se me ordenó seguir consumiendo día tras día es el Urocuad, contra la gota, que debo ingerir junto con cápsulas de Omeprazol, de 20 miligramos, que a su vez contribuye a suavizar la mala leche del carcinoma. Lo que está claro es que ya no hay motivo para regocijo alguno ni para celebrar los excesos vitales del real o fingido hedonismo. Si ayer me reía a costa de mis quebrantos, a lo mejor mañana mi otro asunto dará pie al llanto de algún prójimo querido. Así están las cosas. Por mi parte he intentado quitarle dramatismo a este cuento y creo que lo he logrado, pues en ningún momento he cedido al desánimo ni a la conmiseración y he eliminado de mi vocabulario la palabra derrota. Pero esto nada significa. Sé que lo que ahora escribo será dentro de un tiempo la evidencia de un trance ingrato pero, también, las cosas pueden darse al revés: que esta experiencia que ahora vivo se lea mañana como un desapasionado comentario, evocado al pie de una piedra donde el transeúnte festeje la única frase que por igual justifica mi oficio y mi vida: Que me quiten lo bailado».
 
Nos queríamos mucho RH y yo. Y mi admiración por él, que siempre fue grande, se agrandó hasta lo indecible después de estas páginas. Cuando RH murió, se las envié a la ensayista Yadira Calvo, una entrañable amiga costarricense, y ella me escribiría poco después:
 
«He leído profundamente conmovida el artículo de Rafael Humberto Moreno Durán, por la entereza que manifiesta ante el sufrimiento y la vecindad de la muerte. Es estremecedor, y desencadena un río de ideas desoladoras, porque nadie está exento, y sabemos que tarde o temprano llegará, del modo que sea, y cuando llegue, habrá que enfrentarlo. Ojalá entonces dispongamos de una fuerza interior como la de Rafael Humberto, para que al menos se pueda mantener la dignidad».
 
Amén.