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21 de junio de 2010

Un dios no lo permite

Por: Juan Villoro y Martín Caparrós

Por Martín Caparrós

 

Pase a Villoro:

No sé si puedo o debo aceptar el empleo que no sé si me ofreces, caro güey. Temo decepcionarte: mis capacidades para la conspiración son tristemente teóricas. Así que te libero de cualquier compromiso: ya encontrarán, tu tierra y tú, un polisemiopsicoporteñazo capaz de llevar adelante negocio tan difícil. Claro que el que mejor lo hubiera hecho se murió: don Carlos Monsiváis era el más argentino de los escritores mexicanos, y hubiera sido perfecto para el puesto, como para tantas otras cosas. Monsi tenía la ventaja de que lo habría hecho sin pasión, con la distancia necesaria. Acabo de encontrar una entrevista donde Juan Cruz le pregunta si realmente puede hablar de cualquier cosa, y él contesta que no, que no habla de toros, y que “jamás hablaría de fútbol. Juan Villoro ha dicho que Dios es una pelota. En este caso específico soy ateo... Quizá cinco segundos antes de morir comprenda de qué se trata y me llevaré ese secreto para mí en una tumba esférica”.

Me impresionó mucho su muerte, y supongo que tanto más te estará doliendo a ti, que lo conocías de verdad. De hecho, me acuerdo ahora de unas cervezas contigo y con él –y otras diez personas más– en La Ópera, cuando López Obrador iba a ganar las elecciones porque ya había ganado tantas ilusiones. Y, sobre todo, de una vez que compartí con él una mesa redonda en una universidad del DF: el público –su público– lo aclamaba tanto que parecía Menudo, pero era un grande. Mucho de lo que hacemos mal lo hacemos porque él lo hizo bien antes. Lo siento, de verdad.

Pero el espectáculo –nunca supe por qué– debe continuar, y continúa. Para demostrarte mi empeño, una contribución: creo que mexicanos y uruguayos deberían intentar un pacto que consistiera en jugar en serio, a ganar el partido, pero comprometiéndose a que ninguno de los dos hará más de dos goles más que el otro: con esa seguridad –y gracias a las famosas diferencias, que en este caso son de gol–, es casi seguro que los dos terminarán adentro.

El espectáculo continúa porque hay máquinas que no pueden parar. Creo que has dicho que reconoces que una crónica es buena cuando ves que llevas un rato leyendo sobre un tema que, en principio, no te interesa nada –pero ahora que lo recuerdo, ya no sé si el que lo decía eras tú o era yo. En cualquier caso, ésa misma fue la sensación que me dio ayer, poco antes de las 5 de la tarde hora de Uganda, cuando pensé que iba a mirar el partido entre Ghana y Australia: el relato, la máquina Mundial debe ser increíble si te hace siquiera imaginar la posibilidad de pasar una hora y media con semejante engendro.

Además, tenía calor y ganas de una cerveza en un jardín. Alguna vez habrá que medir el peso que tienen los entornos en los sabores de lo que se ingiere; no será esta tarde. Pero recién volvía del mercado Owino, aquí en Kampala, y precisaba un poco de alcohol fresco al fresco.

En tu tierra hay mercados bastante impresionantes, caro, pero nada como los africanos. En África parece que todos se dedican a comprar o vender algo, y lo hacen en estos recintos atiborrados, vocingleros, olorosos. Me pasé un rato recorriendo la sección dedicada a la venta de calzado de segunda mano: es un arte que otros países no conocen. Sus puestos tienen, si acaso, un metro cuadrado: todo cuelga. Los pasillos que los recorren, otro metro de ancho. Y ese modo de frotarse los cuerpos todo el tiempo. Vivimos en culturas donde los cuerpos no se rozan: aquí se rozan, se empellonan, se toquetean y gritan.

–Eh, mzungu. White man, come.

La mitad de los presentes parecía dedicada a restaurar zapatos y zapatillas; la otra mitad, a producir el barro necesario para arruinar los zapatos y zapatillas de los clientes potenciales. Y todos a vender, vender, vender –como si fuera una canción de José Alfredo.

Allí el partido –Japón contra Holanada– no se veía; se escuchaba. Has hablado más de una vez de la magia de la radio: eran los tiempos en que, para la enorme mayoría, un partido de fútbol no era algo que se viera de primera mano sino el relato de alguien, una historia que te contaba un abuelito eufórico. Entonces el fútbol era puro texto; ahora se mira. Pero no aquí, en la sección calzado de segunda mano del mercado de Owino. Y un vendedor-restaurador me dijo que era porque no querían terminar como los somalíes.

–¿Como los somalíes?

El hombre era paciente y me explicó: aquí cerca, en Somalia o Somalía, patrullas de militantes islamistas recorren las calles de los pueblos buscando a quienes miran el Mundial: según parece, no hay nada en el Corán que justifique el fútbol. “Advertimos a toda la juventud somalí que no osen mirar los partidos del Mundial”, dijo un portavoz y sheikh de Hizbul-Islam, “porque los distrae de sus deberes con la Jihad. Es una pérdida de tiempo y de dinero, y no consegurán ningún beneficio ni experiencia positiva por mirar a unos locos corriendo y saltando”. Y no sólo lo dicen: ya mataron a dos fans que veían en su casa Argentina-Nigeria; a muchos otros, dicen, sólo los azotaron con látigos de cuero.

Me preocupé, miré a mi alrededor. El hombre de los zapatos viejos se rió:

–No, acá no pasa nada, era una broma.

Es tan difícil, mi querido, entender los chistes de culturas ajenas. Y más cuando esos chistes llevan quince, veinte siglos tan ricamente encuadernados.