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19 de octubre de 2010

Un hombre decente

Por: Adolfo Zableh

Me tiene aterrado lo violento que me he vuelto últimamente: me la paso en restaurantes de moda, en discotecas snobs, en almacenes de ropa que marcan tendencias, todos ridículamente caros. Cada vez que voy a un sitio de esos siento que estoy ayudando a la guerra en Colombia, a la injusticia del mundo.


He pagado mojitos de cuarenta y cinco mil pesos en Andrés carne de res; en Gaira me he tomado botellas de aguardiente de ciento diez mil y he pagado veinticinco mil de cover –no consumibles- para ver cantar a Guillermo Vives. Y yo creo que pagar tales precios –y ver cantar a Guillermo- en un país que tiene tantos desplazados como Sudán y está entre los de mayor desigualdad del planeta, es una desfachatez que merece cárcel.


En tales momentos, el enunciado que afirma que una mariposa que mueve las alas en un lado de la Tierra puede provocar un tsunami en el otro, más que una teoría se vuelve una verdad dramática. Un niño vietnamita es abusado sexualmente cuando compro unos guayos de fútbol, y si me tomo una Coca-Cola estoy contaminando un río vaya uno a saber dónde.   


Los helados, quién lo pensaría, también tienen culpa en los males del planeta: el otro día fui a Carulla por un helado de chocolate como el que comía de niño, pero no pude encontrarlo. En su lugar, los gigantes mostradores exhibían sabores tan ridículos como Placeres de macadamia, Tiramisú veneciano y Vainilla bourbon, que cuestan más que el viejo y querido chocolate solo por ser “exóticos”.


Así las cosas, es imposible ser una persona decente, cada cosa que se haga aviva una flama en el infierno. Mientras se hace el nudo de la corbata para ir a la petrolera que le da trabajo y le permite mantener a su familia, un hombre puede haber decidido el aniquilamiento de toda una etnia en Nigeria. En ese orden de ideas, mi abuelo Camilo era un hombre íntegro, pero trabajó toda su vida en Ecopetrol. Yo, que lo amaba con toda la fuerza de mis seis años, ya no se qué pensar de él.


Aterrado por los invisibles hilos del mal que mueven a la humanidad, aborté mi sueño de conocer los parques de diversiones de la Florida porque me enteré de que hay personas que se dedican a cazar delfines que se parezcan a Flipper para venderlos a los acuarios, y que sacrifican a aquellos que no lucen igual a la fallecida estrella de televisión. No se sabe quién es más imbécil, si el hombre que los caza, o el consumidor que pide la devolución de la boleta porque no pudo ver a un animal que nunca existió.


Hace poco me invitaron a desayunar a La Bagatelle. Después de estudiar detalladamente la carta (viene en francés, con nombres en tal idioma para platos tan criollos como el caldo de costilla o el calentado paisa) pedí un croissant de catorce mil pesos. Ocho minutos después, tres soldados y siete guerrilleros cayeron abatidos en Putumayo.