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2 de enero de 2010

Una aguja en el desierto

Por: Daniel Pardo

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Los tunecinos son muy queridos, a pesar de su desafortunado pasado francés. Y no solo eso: también son inteligentes. Un Tunecino encontró mi billetera en la mitad del desierto. Y esta es la historia.

Después de haber llegado a Monastir -un pueblo en el Mediterráneo que tiene, únicamente, una hermosa Rábida-, haber pasado una tarde en
Kairuán -una antigua ciudad Persa que hoy resalta por su inmensa e intacta Medina-, y haber dormido en Tozeur -otro pueblo al sur de Tunéz donde un niño de 17 años me estafó al cobrarme 20 dólares por dormir en la lavandería del hotel que estaba cuidando esa noche-, llegué a Douz, lugar desde el cual saldría para el desierto del Sahara, a pasar año nuevo.

Una agencia de viajes me llevó, por 23 dólares, todo incluido, a la mitad del desierto el 31 de diciembre del 2009 en un camello en celo, lo que quiere decir que cada 30 segundos sacaba su inmensa lengua para hacer una maroma incomprensible con sus babas, que, pegajosas y esponjosas, salataban por medio mundo. En un campamento con unos japoneses que se fueron a dormir a las 8, un profesor que enseña griego en un colegio londinense, una familia de 42 españoles y españolas relativamente borrachos y borrachas, y dos tunecinos que trataban de entender la tradición de las 12 uvas a las 12 (que los españoles remplazaron con 12 dátiles secos, típica producción de la palma seca del este africano) pasé el año nuevo. Hizo frío, no hubo trago, la fogata hacía más humo que fuego, no había música sino tambores y los últimos nos fuimos a dormir a las 12 y 30. 

Al otro día, de vuelta a Douz, por culpa de esa manía de guardarla en el bolsillo de atrás, boté mi billetera en el trayecto en camello. ¿Cómo hizo Abdul Ein Habib para encontrar una billetera en el desierto del Sahara? Simple: por la fortuna de 10 dólares, Abdul y sus camellos volvieron a recorrer el camino de 10 kilómetros que previamente habíamos trazado, y después de tres horas encontró la billetera.

Abdul Ein Habib, un hombre mueco de 1 metro con 60 que no pasa de los cuarenta, se gana 5 dólares al día por hacer ese trayecto 5 veces al día, con 6 camellos, un turbante beige que heredó de su padre hace 34 años y un celular que no sabe manejar muy bien. Tiene dos esposas, una de ellas en sus treintas, con la que tiene tres hijos, y otra en sus veintes, que ve una vez cada dos días. ¿Cómo hace para mantener semejante camada con tan diminuto sueldo? Por las mañanas se compra 10 pitas por 10 centavos de dólar, una mantequilla hecha de dátil por 5, los ingredientes para hacer falafel, fríjoles, tajine y humus por 15 y un paquete de cigarrillos por 1 dólar. Con eso comen por tres días, hasta que las pitas se ponen viejas, un pecado en esta tierra de pan. Viven en una casa hecha con ladrillos de barro, donde cuidan los camellos y donde, en el verano, la temperatura llega a los 45 grados centígrados.

Desde que le avisé que había botado mi billetera, Abdul me aseguró que la iba a encontrar, a lo que yo, naturalmente, repondí con una sonrisa arrogante e indiferente. Me dejó callado.