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6 de septiembre de 2010

Viajar es matar mosquitos

Viajar es matar mosquitos

Por: Daniel Pardo



Este fin de semana, en una finca en Madrid, Cundinamarca, un amigo cogió un mosquito de las alas y se lo puso a otro amigo que estaba dormido para que lo picara. Y lo picó. Cuando contó, nadie le creyó, porque eso de coger un mosco por las alas es sencillamente imposible.

 

Yo acabo de llegar de un viaje de cinco meses por el mundo con los pies forrados en picaduras, cicatrices, costras y demás consecuencias de los moscos, y por eso no le creí semejante destreza para manejar un mosco. Y es que, ¿acaso los seres humanos hemos llegado al punto de evolución en que manejamos con destreza a los mosquitos? Definitivamente no. Y un viaje por el mundo lo puede pobrar.

 

Aunque, vale decir, la civilización que más cerca ha estado de dominar los mosquitos fue la soviética, porque en los Gulag, los campos de concentración donde practicaban sus torturas, la única comida que daban era en un recinto que llenaban de moscos a propósito. “Se metían por tus ojos, tu nariz y tu garganta –decía uno de los prisioneros a The New Yorker–, y sabían dulce, como la sangre”. Yo, si fuera él, habría delatado a todos mis jefes sin pensarlo.

 

Porque, confieso, yo soy particularmente sensible a y neurótico con los mosquitos: me estresan, me rascan, se hinchan, me pican con solo tocarme, me despiertan, me dejan ronchas enormes, me hacen gritar a cuatro vientos que odio mi vida. Tengo entendido que los mosquitos pican a la gente cuyo cuerpo genera unos olores que llaman la atención del mosco. Y yo soy uno de ellos: uno de esos infelices que gozan de la mala suerte en la vida.

 

Los moscos árabes son los más inteligentes que he conocido. Los más rápidos y difíciles de encontrar. Y son escasos. En promedio, por ejemplo, en mi cuarto de El Cairo, un gigante espacio sin ventanas pero con cortinas donde las manchas en el tapete verde oscuro se podían ver fácilmente, había tres moscos por noche. El ritual siempre tiene que ser, al llegar al hotel por la noche, buscarlos y matarlos. Pero estos eran difíciles de encontrar, y más fácil resultaba oírlos ya dormido, prender la luz rápidamente, verlo y matarlo con la guía de la ciudad. Yo conozco gente que no tiene problema con el mosquito sonando en la oreja por las noche. Que no se despiertan. Yo sí, por el contrario, y mucho.

 

Los moscos indios, en cambio, son brutos y lentos, pero cuantiosos. La primera –y no última– vez que pasé una noche totalmente en vela por culpa de los mosquitos fue en Kerala, un estado al sur de la India donde las calles están mojadas de la humedad, a pesar de que no haya llovido hace dos meses. Venía de Karnataka, un estado en el sur central, y me bajé del bus en la mitad de la noche en ese infierno tropical a buscar un hotel. En el paradero, tuve que fumar para que no me picaran. Y, al llegar al hotel, sintiendo que cargaba un piano en la espalda, me encontré con una horda abusiva de mosquitos. Salirme del cuarto, ya en la mitad de la noche, era inútil. Y, en vez de dormir, esa noche me fumé una cajetilla entera de cigarrillos. Yo fumo en esta vida, ahora caigo en cuenta, por culpa de los mosquitos.

 

¿Y el repelente? Es un mito que los repelentes sirven. Yo creo que es un estrategia comercial. Y si sirven son una crema inmunda como el Nopikex. En la India compré el menos malo que he usado en mi vida, Odomos, y es la hora que lo sigo reservando para ocasiones especiales. Y es que no he logrado entender cómo nadie se ha inventado una pastilla que lo vuelva a uno inmune a los mosquitos. Es increíble que existan cajas para hidratar a las plantas en el desierto, y no un preventivo para los moscos. Dicen que la tiamina sirve, o el complejo B, o creo que son lo mismo; pero a mí ninguno de esos me sirve. Muchos insisten en mezclar Menticol con Nopikex, pero, si no compran un spray para echarlo, hay que enmelocotarse las manos, un imposible para mi personalidad, sobre todo en calor.

 

Tanto los moscos indios como los árabes, si uno no se rasca –una destreza que yo, con el tiempo, he aprendido a tener– desaparecen en media hora. Pero los de Villa de Leiva no. Los moscos que allá pican, todos siempre pegados al piso, o sea que pican en los tobillos, son de los que dejan un puntito rojo de sangre en la mitad de la roncha, cosa que significa que, así usted no se rasque, igual va a salir herida y cicatriz.

 

En este mundo insufrible hay más de dos mil quinientos tipos de mosquito, ciento cincuenta de los cuales está en Estados Unidos, uno de las cuales estaba en mi cuarto en Nueva York durante el verano del 2009: inofensivo, lento, a pesar de que yo tapara todos los agujeros que tenía mi cuarto por donde pudiera entrar, el mosco siempre se las arregló para colarse. Yo conocía cada rincón de las paredes, había detallado cada fragmento, había identificado todos los moscos muertos que se veían en la pared blanca, y, sin embargo, los moscos se seguían metiendo.

 

Me he dado cuenta que, a medida que avanza mi vida, los moscos me pican más y los lugares del mundo donde me pican son más calientes y llenos de moscos. Creo que es producto del caliento global, o algo así. Siempre me he preguntado, por cierto, si las consecuencias ecológicas de erradicar el organismo al que pertenecen los mosquitos son demasiado graves. Pero, en cualquier caso, el lugar donde más moscos me han picado en la vida, mi Top1 de lugares con más moscos, fue hace dos semanas, a la entrada de atrás del Castillo San Felipe, en Cartagena, donde ensaya el grupo de danza Atabaques, a quien yo estaba entrevistando. A las 6 de la tarde, todos los días, los tipos sudan y gozan del baile, mientras cualquier bogotano que pasa por ahí es vilmente arrollado por moscos en las piernas.

 

Si lo pienso mejor, ahora que estoy escribiendo con inmoderada subjetividad, los moscos son la cosa que más me molesta en la vida. Muchos me preguntan que cómo hizo una persona como yo, tan fifí, tan neurótica, tan casera, para viajar cinco meses por países tercermundistas. Y yo, en realidad, no les tengo respuesta ni les voy a recomendar algo para que no les piquen lo moscos, porque nada sirve. Solo sé que, si bien estoy convencido de que viajar está sobrevalorado, estoy dispuesto a que me piquen los moscos con tal de ver el mundo.