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13 de octubre de 2005

Claudia Elena Vásquez

Reina de reinas, paisa de paisas, modelo de modelos, Claudia Elena es la combinación justa entre inteligencia, dulzura y hermosura. Perfección total.



Imagínela de bata de laboratorio y botas. No es un disfraz. Así llega a trabajar todos los días al laboratorio en el que se producen los aromas de la compañía de la que es gerente técnica de aplicación de perfumes. Y los operarios, en medio del tedio laboral, empiezan a creer que es un espejismo. No puede ser ella, la famosa ex reina nacional. La misma beldad que todos hemos visto en la propaganda de Agua Cristal, en pleno horario triple A, y que nos deja sin aliento cada vez que por su cuerpo escultural se deslizan gotas y el dorado del desierto de La Guajira se une a los rayos que irradia su pelo. Tan pronto comprueban los operarios que sus sentidos no los engañan, todos se le lanzan a pedirle un autógrafo, la prueba de que esta mujer celestial estuvo allí.
Ella es así. Sencilla y sin artificios. No se las da de artista ni de estrella. Ha desfilado desde los 13 años y se podría haber dedicado por completo a vivir de su belleza, pero prefirió sacar adelante su carrera como ingeniera química en la Universidad de los Andes y seguir ese gusto que tiene por las matemáticas, la física y la química. Bonita, inteligente y de buen gusto: la priva el vallenato, sobre todo, claro, el de Carlos Vives, su novio, encargado de acompañar estas fotos de Carlos Gaviria con un cuento original suyo, repleto de esa historia que tanto lo apasiona. Fotos de Claudia Elena y texto de Carlos Vives. Para qué más.

* * *


LA PERLA DE LA AMÉRICA
Por Carlos Vives

Vengo a contarles lo que he vivido, a contarles de mi aventura, de mi gran descubrimiento y no con esto pretendo que se me llame adelantado o gobernador, solo quiero que me escuchen y aunque vengo cansado de tanta correría, por algo de comida, agua fresca y una hamaca, estoy dispuesto a contarles lo que vi en la Provincia de Santa Marta, más exactamente en el que llaman "Cerro de Tayrona".
Es una mañana calurosa de algún día del mes de enero de 1528, me encuentro recostado a uno de los barriles almacenados a la intemperie, junto a otras mercancías en los ancones, en la bahía de Santa Marta. Por algunos momentos la brisa me obliga a protegerme detrás de la carga apilada, la arena de la playa sube hasta las faldas de la Montaña. Soy un soldado de la Corona y estoy bajo las ordenes del capitán Antonio Ponce de Castro, acompañamos en patrullaje por la bahía a nuestro gobernador, Rodrigo Álvarez Palomino, no, ¡no se extrañen si lo llamo gobernador! Ya sé que la audiencia de Santo Domingo ha enviado para su reemplazo a Pedro de Badillo y a su teniente capitán don Pedro de Heredia, pero
déjenme contarles algo, el día que Bastidas sale hacia Santiago de Cuba, herido de muerte, señala al capitán Palomino como el hombre para sucederlo, pone en sus manos sus últimas esperanzas, él sabía que no había formado parte de la conspiración de Villafuerte como ninguno de nosotros, sépanlo bien. Villafuerte envidiaba al capitán Palomino, no soportaba su lealtad, su valor y su caballerosidad en la batalla. ¿Y los indios? Fíjense ustedes, una de las piezas de oro más grandes y valiosas que capturamos a los Tayronas fue una efigie del mismísimo capitán Palomino montado en su caballo, era el hombre que necesitábamos para sobrevivir en estas tierras. No solo me influenció su temeridad, también sus palabras, esa mañana de patrullaje en la bahía cuando el sol comenzaba a hacer mella en mi ánimo y cuando estoy a punto de quedar vencido por el sueño, una patada en el trasero me hace poner de inmediato de pie y en atención, nos acercamos al gobernador, quien mira detenidamente la entrada a puerto de una embarcación; la nao forma parte de la expedición de Francisco Pizarro, que meses atrás había salido de Santa Marta. La nave fondea muy cerca de la playa, Palomino saluda con su mano a la tripulación y se sorprende al ver que por una de las barandas de la proa se asoman dos ovejas gigantes de ojos profundos y grandes pestañas que atónitas se le quedan mirando; venían de la tierra de los incas y de allá parecía venir la voz fuerte de El Dorado. Palomino repitió muchas veces que le gustaría encontrar ese valle de donde Pizarro había traído esas ovejas y que seguramente el conquistador de los incas se llevaría la gloria de encontrar el tesoro. Un valle en donde había peñones y guijarros de oro y cuya fama trascendía a todos los rincones de Europa. Sus palabras nunca me abandonaron, mis sueños viajaron a lugares desconocidos, sentí la calentura de la fiebre por El Dorado y ya no me iba a detener ante nada.
Llegaban noticias alentadoras de Castilla del Oro que hablaban de la pacificación de gran parte del territorio, pero el gran Cerro de Tayrona seguía siendo un misterio, nadie se atrevía a internarse ni tan siquiera un poco por el miedo a ser emboscado por los Tayronas o los bárbaros Chimilas y recibir una temible guasavara de flechas o un linchamiento a macanazo limpio, pero Palomino decide marchar sobre los Bondas. Esperamos la noche para sorprender a Pocigüeyca, es una noche oscura de luna nueva, la ciudad está construida en la parte alta de una meseta a la que se puede llegar por escaleras de piedra; cometemos el error de prender antorchas, al hacernos blanco fácil para los afamados flecheros Tayronas, y así fue: una flecha atraviesa mi mano izquierda y de todos los rincones aparecen guerreros, pintadas sus caras de gestos hostiles, gritan y muestran amenazantes sus macanas, nos obligan a salir a la llanura donde Palomino espera poner en práctica la segunda parte de su estrategia; cuando los Bondas aún nos persiguen, Palomino y sus jinetes cargan contra las huestes Tayronas, logran dispersarlas y dar de baja a muchos, pero el gran Cerro de Tayrona seguía inconquistable.
Regresamos a Santa Marta, me ocupo en curar mis heridas y buscar la manera de unirme a alguna expedición que salga en búsqueda de El Dorado. Mi oportunidad llegaría muy pronto, el 28 de febrero de 1529. Nombrado por Su Majestad, arriba en la bahía de Santa Marta el gobernador García de Lerma y entonces Palomino dedica todo su tiempo a la guerra, prepara la que sería su última expedición para pacificar a los Tayronas. Ya no lo acompañaré, Santa Marta es ahora para mí lo que es para Pizarro, Quesada y otros: "la puerta para el Perú".
Creo escuchar la voz de El Dorado hacia Calamarí, me enlisto en la expedición de don Pedro de Heredia para la conquista de dicha Provincia, participo en batallas contra los coronados de Barú, los caribes y los turbacos, conocí en Gaira a la india Catalina, compañera y mejor informante del adelantado. Vuelvo a escuchar la voz del tesoro todavía más fuerte en la provincia de Vélez; se hablaba de un país donde todo es de oro, pueblos de oro, armas de oro, piedras de oro, de oro también la arena de los ríos. El nuevo gobernador Gerónimo Lebrón de Quiñones envía por mar al capitán Alonso Martín, ciento ochenta hombres y seis bergantines guiados por las canoas de los caciques Malebú y Melo, él y cuarenta hombres vamos por tierra por la ruta de Opón. De allí, junto a Gonzalo Jiménez de Quesada creo oír la voz de El Dorado en los Moscas y en el reino de Bacatá: me dicen de un rey o príncipe que todos los días se baña en polvo de oro, que se lo pega al cuerpo gracias a un ungüento y que a la noche se lava en una laguna sagrada apareciendo al día siguiente como nuevo sol. En ese reino, como si lo hubiesen acordado, se encuentran los conquistadores Quesada, Belalcázar y Federmán. A la voz de El Dorado fuimos a la conquista de Sugamuxi y El Templo del Sol y no lo encontramos, seguimos a Quito, luego a Venezuela. En Coro me uno a los capitanes Luis Anaya y un tal Francisco de qué sé yo, y no conocí horror igual al desprecio que sentía Alfinger, un expedicionario alemán al servicio de Su Majestad, por los naturales; para él no valían ni siquiera para venderlos como esclavos. Fue tan grande la masacre de los pueblos de Maracaibo, que la sangre teñía las aguas del lago.
En dirección del poniente por la región de Cúpica, regreso de nuevo a la provincia de Santa Marta, descanso a orillas del río De Las Perlas que ahora llaman De La Hacha. Ya no sé cuánto tiempo ha pasado, cuántos ríos, cuántas montañas he salvado, solo sé que lo poco que había conseguido peleando contra los indios, a su vez me lo han quitado los extranjeros franceses e ingleses. Me siento enfermo y muy cansado, por las serranías de Nondo y Neguange vengo dejando regadas mis esperanzas, mis fuerzas, mi vida. Paso al pueblo de Chairama, vía de Bondigua, todo es desolación, cruzo ya no sé qué río de frondoso bosque, salgo a la explanada de una playa, no logro identificar el lugar, a lo lejos alcanzo a divisar destellos de una luz plateada, como si el sol jugara caprichosamente sobre una superficie de nácar, nunca mis ojos habían visto brillo igual, seguramente otro espejismo dorado. No sé de dónde saco fuerzas y decido acercarme, creo que estoy muy enfermo y sufro delirios, debe ser la fiebre, me acerco más, veo nuevamente los destellos, ahora me ciegan, oigo voces, gentes, sonidos que no conozco. Alguien que grita como impartiendo órdenes, no reconozco la lengua, todos visten de manera muy extraña, hay unos que hablan solos a través de pequeños artefactos de metal, otros llegan en carrozas también de metal jaladas por nadie, hay varios alrededor de algo que no veo claramente. El capitán debe ser ese que tiene al cuello colgado una especie de catalejo que usa para mirar de cerca, me acerco al grupo, todos me miran, el capitán me abre paso y la descubro, la veo, la veo allí acostada, es una princesa, su cabellera es de oro puro, su mirada es profunda como las bahías de aquí, sus ojos puedo imaginar que son de miel, no vi perlas en el Río de la Hacha más finas que sus dientes ni había conocido la confianza que me dio su sonrisa. No viste como los otros, se viste como la tierra, como las hojas secas, como las frutas, como las flores. Luce con el icaco, las uvas de playa, el hayo y huele a mamey y a palosanto, es blanca como la arena de estas playas, playas que bendijeron nuestros pies y odiaron nuestros corazones, muestra su cuerpo con orgullo, con sonrisas, es fuerte como la resina y el palo de Brasil. Todos la rodeamos como adorándola. Cuando el capitán la vuelve a mirar con su extraño catalejo, irrumpen de su mirada nuevamente los destellos, son muchos y estoy extasiado, luego el capitán da una orden y se aleja, lo siguen sus soldados, la princesa se levanta, no puedo sostener su mirada, me habla, comienza a imitar mi acento con dulzura, habla el español, me pregunta de dónde vengo y por qué estoy vestido así, toda la corte de la princesa se ríe y se burla de mí, me toma del brazo y me aparta de su trono. Lo que parece ser un servidor de confianza refresca su piel con polvos finos y perfumados, no para de reír, me habla de Nutibara, del Reino de Urabá y Golfo Dulce que en otros tiempos formó parte de esta Provincia, ya no puedo dejar de mirarla, ya lo entiendo todo, ya entiendo por qué nadie encontró El Dorado. Por todas partes lo buscaron menos en donde estaba, salimos tras la sombra y olvidamos el cuerpo, entonces levanto la mirada y lo vuelvo a ver, es el Cerro de Tayrona, entre la Sierra Nevada y la tierra de los chimilas. Las nuevas voces nos hicieron olvidar la primera, aquella que salió de aquí, la que hablaba de la perla más hermosa, "La Perla de la América".


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Homenaje a la Perla de América, ciudad de Santa Marta en sus 480 años. SoHo, Claudia Elena Vásquez y Carlos Vives.

Historia de ficción inspirada en la obra La Perla de la América, Provincia de Santa Marta, del padre Antonio Julián, S.J., en la afamada Historia de la Provincia de Santa Marta del historiador Ernesto Restrepo Tirado y en el libro Bastidas del profesor Arturo Bermúdez.