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10 de septiembre de 2007

Infiltrada en un baño turco de hombres

El turco, ese lugar mítico donde los hombres van a hablar de negocios completamente en pelota, fue por primera vez descubierto por una mujer que, disfrazada de varón, entró a sudar.

Por: Marcela Peláez - Edición: 89
| Foto: Marcela Peláez - Edición: 89

 
La idea de colarme en un baño turco de hombres haciéndome pasar por macho era completamente absurda. ¿Cómo demonios iba a hacer para esconder lo que claramente me identifica como mujer, quitarme la cara de niña, y lograr pasar total, o por lo menos parcialmente, desapercibida? ¿Qué me inventaba si me llegaran a agarrar?

Creo que todas nos habremos preguntado alguna vez qué pasará en un baño turco de hombres, este espacio donde todos los machos se empelotan sin problema y, sobre todo, donde ninguna mujer tiene acceso. ¿De qué hablan? ¿Cómo se comportan? ¿Se harán pipí en el sifón de la ducha? ¿Serán más que todo maricas que van en plan de levante, o vejetes que se escapan un rato de sus esposas para hablar de lo buena que está la mujer del otro? ¿Cerrarán negocios gigantescos en pelota con un whisky en la mano? ¿Todo esto mientras sudan como caballos?

Muhammed tuvo una brillante idea muchos siglos atrás cuando puso de moda los baños turcos en el mundo islámico, los que en algunos lugares todavía se conocen como hammam. Estos espacios de gran significado religioso concretaban las leyes islámicas de higiene y purificación. Allí, los hombres irían a llenarse de la fuerza vital del hammam, fuerza que los haría más machos, ya que se creía que el calor y el vapor disparaban la fertilidad masculina. Realmente no me imagino cuántos hombres saldrán de un baño turco listos para hacerle cariñitos a sus mujeres, pues uno sale como un chupo, solo con ganas de meterse entre las cobijas.

En Bogotá hay tres tipos de baños turcos: los privados, normalmente de clubes de estrato dieciocho; los públicos, en que quién sabe cuánto se pueda confiar en las normas de higiene que se aplican (en algunos en vez de toalla dan una telita blanca para cubrir las partes nobles) y los concretamente gays.

Para esta infiltración descarté el turco populacho y el gay. Total, son los que menos curiosidad me producen. Escogí entonces el estrato alto, particularmente el turco del club El Rincón, donde supuestamente una élite masculina de la capital se reúne para hablar y comportarse como grandes hombre En este club, el turco tiene dos días pico: el miércoles, porque hay partido de fútbol, y el viernes porque es cuando van los seguramente "altos ejecutivos" después del trabajo a relajarse. Obviamente fui un viernes.

La idea era ponerme una toalla sobre los hombros para taparme las tetas, que escondería cruzándome de brazos, y otra en la cintura, que no delataría para nada mi muy masculino culo.

Llegamos a El Rincón, donde ingresé bajo el nombre de Marcelo Peláez, identificado con cédula de ciudadanía No. 80.265.745 de Bogotá. Conseguimos un lápiz para hacerme bozo, patillas y cejas. Esperamos en el restaurante mientras los socios terminaban de jugar golf antes de entrar a su zona de relajación, a su espacio exclusivo, donde una mujer estaba a punto de irrumpir en el más puro espacio de intimidad masculina.

Creo que me tomé tres vodkas dobles y una cerveza antes de entrar. Así que ahora tenía una preocupación más: ¿qué tal que el calor y el trago se confabularan en mi contra y cayera despernancada en medio del turco, mostrándole al mundo mi mal disfrazada feminidad?

Llegó la hora de la verdad. Con cachucha comunista y un bozo ridículo, entré sin problema al turco. El vestier estaba todavía despoblado, porque apenas empezaban a llegar de regreso del campo de golf. Afortunadamente había batas, lo que me ahorraría muchos problemas.

Mientras nadie miraba me metí a la ducha a ponerme la bata. Me acomodé el bultico que había inventado para la ocasión, —un par de medias mal enrolladas que me metí en los calzones— y salí de la ducha viéndome como un adolescente culón con problemas hormonales, actitud hosca y ataque de frío.

Entré al infernal turco y una oleada de calor y vapor de cuarenta insoportables grados me golpeó como el peor de los coñazos. Solo había un hombre tendido en una silla asoleadora, quien con un gesto mínimo devolvió el tímido saludo que le había dado. Me acosté en las sillas al lado de este señor, esperando poder hacerle algún tipo de conversación. Sin embargo, el calor era tan horrible que a duras penas podía respirar y era difícil ver claro a más de treinta centímetros de distancia.

Tendida en esta silla, no podía dejar de pensar en el sinfín de detalles que me podían delatar, como el pie enano y las piernas lampiñas. Me paré de la silla y me senté en otra con actitud de "me quiero morir en este instante". El sudor empezó a preocuparme, pues no podía saber en este punto cómo estaría mi mal pintado bozo; tal vez parecería ahora un mecánico engrasado y cochino que podrían echar por colarse en este núcleo social.

Dos hombres más entraron y saludaron. Dándoles la espalda, me puse a mirar el segundo cuarto del turco, de cincuenta y cinco grados, claramente un cuarto para masoquistas. "¿Y Peláez qué hace aquí?", dijo uno de ellos. "Mierda, me cogieron", pensé, y el corazón casi se me sale del pecho. ¿Cómo alguien me iba a identificar en medio de ese vapor y con una toalla en la cabeza? No me podían confundir con mi hermano, pues aunque somos sangre nos parecemos muy poco. No me atreví a voltearme inmediatamente, así que traté de mirar de reojo a ver quiénes eran los que, creía yo, me estaban hablando. Siguieron hablando como si yo no existiera, continuando con la conversación de Peláez, que había hecho, aparentemente, una cagada en la bolsa.

No sé cuanto tiempo estuve ahí adentro, aunque no creo que haya sido más de quince minutos. Aguantar más de quince minutos es una hazaña sobrehumana. Con el pelo en la cara y el bozo corridísimo salí del turco. En la sala de afuera, el "Apoditorium" de los romanos, había unos quince hombres cuarentones y cincuentones acostados en bata viendo algún partido de fútbol que en ese momento no me podía ser más indiferente. Nunca había visto tantos hombres en bola, mostrándole al mundo con tan poco pudor su hombría. Es más, nunca había confirmado en vivo y en directo el famoso shrink factor, aquel concepto inmortalizado por Seinfeld. En otras palabras, si no se está muy familiarizado con la serie gringa, es la famosa noción de pipicito recogido que reacciona a la temperatura. ¡Qué berraca situación tan incómoda! Al estar rodeada de tantos pipís, saber hacia dónde mirar es una labor de titanes. En ese momento uno no sabe qué es mejor, si hacer contacto visual y parecer un marica que está chequeando algo que le gusta, o fijar la mirada allí, sin más ni más.

Sentados en las banquitas del vestier, los que acababan de terminar el partido de golf hablaban de eso, de cuántos hoyos habían hecho, del taco que acababan de comprar de no se qué material que favorecía el swing, y de recomendaciones para el próximo partido. Otros hablaban de política y de negocios mientras se empelotaban uno al frente del otro o se metían la camisa debajo de los calzoncillos para mayor agarre. No hablaban de mujeres ni de porquerías. En su espacio sacro, los hombres simplemente se comportan como hombres.

Salí del turco sin que nadie se percatara de que estuvo ahí una mujer. En el fondo, tenía la esperanza de que me hubieran echado, pues definitivamente esta historia habría sido mucho mejor. Lo que sí es cierto es que los hombres en su espacio alfa son tratados como reyes, tal como lo quiso Muhammed. Falta ir a uno femenino para ver que el espacio no es ni la tercera parte del que tienen ellos. Me colé en un baño turco de hombres y no me obsequiaron ninguna tanga. Me colé para descubrir que en los hammams no pasa nada fuera de lo normal, y que los mitos, mitos son.