16 de diciembre de 2005
Laura García
Pero es que Lady Macbeth labra su propia tragedia personal: cuando todo había sido antes intoxicación y culminación eróticas enmarcadas por el bambalinón del fuego, el vino y las estancias medievales de lana virgen, entonces la ambición del poder, la venganza familiar (parece ser que históricamente Macbeth es instigado por su esposa a asesinar al rey Duncan, pues el padre de este -Malcolm II- había asesinado a su vez al abuelo de ella, Kenneth de Escocia) sesgan su vida, sumergida ya en el túnel carmesí y viscoso de la locura, del abandono marital, de la camaradería de antaño traicionada ahora por su esposo entronizado.
Lady Macbeth ha despertado la obsesión de todas las actrices del mundo. Puede disparar o enjuiciar la carrera de cualquiera que intente representarla. Mi madre me la nombró, al igual que a Clitemnestra -la reina asesina de la Orestiada- cuando ya no recuerdo cuándo. Las actrices también actuamos para soñar con que fugazmente podemos ser otras mujeres. Para imaginarnos con sus ropajes, con la embriaguez de una piel olorosa a rama frágil o a guerra (aquella que despierta la inteligencia de los hombres y sus cuerpos astados -que ellas conservan o despiden-), con los castillos de piedra primigenia y hogueras alucinantes, o las promesas abanicadas al oído en una noche de búhos y buitres, como en Macbeth.