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10 de junio de 2003

María Fernanda López, la mujer sofisticada

Por: Federico Díaz-Granados



Las mujeres sofisticadas, al igual que algunos animales salvajes, son especies en vía de extinción, mucho más en estos tiempos en los que el mal gusto abunda y en los que deambulan por bares y parques o las muy 'plásticas', o las descaderadas, o las seudointelectuales.

Por eso, entre más conozco a las feministas, poetisas eróticas y aficionadas al cine-jarto, de esas que hablan cuatro horas de una película rusa que duró tan solo dos, prefiero a la mujer sofisticada, como esas divas del viejo cine o los personajes de los cuadros de Gustav Klimt. Judith I, por ejemplo, me recuerda los grandes temas del arte que convocan a la seductora bella y cruel que es capaz de llevar a su amante a los salones de la fama o a la ruina y la muerte. Esas mujeres de Klimt reflejan un tiempo ya perdido, esa entrada a la modernidad, a los cafés de las posguerras y las vanguardias europeas.

Las mujeres sofisticadas, como María Fernanda, son todo un reto profesional, económico y emocional para cualquier hombre. Deben florecer ahí todas las verdaderas estrategias y tácticas del buen conquistador, pues una mujer llena de mundo, no va a comer cuento de recursos baratos como el de leer la mano, adivinar el signo zodiacal, hacer numerología o en su defecto recitar a todo pulmón y con voz de locutor judicial que escupe al oído algún poema de Benedetti.

Son sobrias, inteligentes y generalmente tienen buen sentido del humor. No gustan de los escandalosos shows de celos en público. Saben, a pesar de las circunstancias, comportarse y mantener su estatus. No rechazan propuestas indecentes, de hecho les fascinan, pues entre su prudencia y su cultura existe una gran malicia. Por eso logran esa combinación perfecta para todo hombre: ser una dama en la calle y una fiera en la cama. La clase social a la que pertenecen les ha permitido actuar con esa libertad impropia de lo que se atribuye al género femenino y gracias a su estatus social han conseguido escapar a esa privacidad a la que muchas mujeres están destinadas.

Desde siempre preferí a las mujeres sofisticadas, a esas que habitaron mi infancia entre las grandes páginas de la literatura, o entre los lienzos de pintores como Klimt, quien las supo retratar en su esplendor, en ese esplendor que hoy es una luz en la memoria, como si fueran un inmenso y majestuoso Titanic. Por eso nunca hay que botar las agendas, aquellas donde reposan viejas glorias del pasado. Siempre estará ahí alguna mujer elegante, algún recurso de antaño que nos ayuda a sobrevivir con dignidad y estoicismo, entre tanta mujer siberiana, de las que no se sabe si son perra o loba.