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14 de junio de 2005

Mujeres SoHo

Natalia París - La Cenicienta

Las hermanas De la Cuesta, Raquel y Rosa, vivían en una casona que le hacía honor a su apellido, en la parte más alta de la Loma del Tesoro, por El Poblado arriba, casi llegando a tierra fría.

Por: Héctor Abad Faciolince
Natalia París - La Cenicienta | Foto: Héctor Abad Faciolince



Las hermanas De la Cuesta, Raquel y Rosa, vivían en una casona que le hacía honor a su apellido, en la parte más alta de la Loma del Tesoro, por El Poblado arriba, casi llegando a tierra fría. Eran grandes, rubias y feas, muy parecidas a las infantas de España, y aunque no les decían, como a estas, las elefantas, sí les tenían de sobrenombre un aumentativo tomado de la mayor: las Raquelonas. Eran riquísimas, porque la mamá había heredado unas haciendas inmensas en las llanuras de Córdoba, llenas de reses gordas, y esa riqueza las hacía habladoras, despectivas, y de una antipatía tan natural y tan completa que parecía aprendida de memoria.

Yo las conocí porque un amigo mío, Ricardo Echavarría, se había hecho amigo de ellas en el Campestre, y no sé por qué diablos, varias veces a la semana, se empeñaba en arrastrarme loma arriba, en su moto, hasta la blanca casa de las Raquelonas, que a mí no me gustaban ni poquito. No me decía nada, me invitaba a dar un paseo en la moto por las lomas, y cuando yo menos pensaba estábamos entrando por el sendero arbolado que llevaba a la casa de las Raquelonas.

Ricardo era, si se puede, más rico que ellas, y por eso doña Hortensia, la mamá, lo recibía siempre con grandes fiestas y aspavientos (a mí a duras penas me estiraba la mano), y desde que entrábamos empezaba a tocar la campanita de plata para que se acercaran de la cocina las sirvientas, unas muchachas que se traían del pueblo donde quedaba la hacienda, en las llanuras de Córdoba. Nos daban torta, té, juguitos, galletas, Coca-cola, de todo, pero por suerte, cuando acabábamos el algo, Ricardo alegaba que tenía afán, y nos volvíamos a ir a dar vueltas en la moto.

-Yo no voy a volver allá, Ricardo, qué güevonada -le dije una vez-. Las Raquelonas lo único que saben es definir todo el tiempo quién es lobo y qué es mañé, contar lo que viajaron y lo que van a viajar, decir lo que comieron y lo que van a comer. Además, siempre parecen vestidas como si estuvieran a punto de salir para una fiesta.

-No es por ellas -me dijo Ricardo-, no es por ellas. Un día vas a ver.

Y un día vi. Ricardo ni siquiera me lo tuvo que decir con la mirada. Fue una cosa evidente, un deslumbramiento y una conmoción en los riñones, una contracción repentina de todos los músculos voluntarios e involuntarios. Doña Hortensia había tocado la campanita de plata y "de adentro" salió, con uniforme blanco y delantal celeste, una muchacha que las otras veces yo no había visto. Yo pensé que se nos estaba apareciendo la Virgen, aunque una virgen sexy, seductora, luminosa. ¡Eso sí era una mujer! Y qué contraste con las Raquelonas, que a su lado parecían enormes cucarachas de panadería. Delicada, con una timidez altiva, si se puede decir, siempre sonriente, con una leve acento costeño tan dulce que parecía el antónimo de los gorgoritos cacofónicos de las señoritas dueñas de la casa, y con un toque de coquetería que hacía que uno la añorara incluso antes de que volviera a esconderse entre las ollas de la cocina.

-Señora, ¿me llamaba?

Ricardo se levantó como un resorte a saludarla de mano y beso en la mejilla, y como eso nunca se usaba con las muchachas, doña Hortensia comentó, entre sorprendida y molesta:
-¡Ay, este Ricardo sí es cuarto!

Doña Hortensia estaba convencida de que a Ricardo le gustaba Rosa, la menor, y hacía lo posible por dejarlos solos. Nos tomaba a Raquel y a mí por los codos y nos llevaba empujados a dar un paseo por el jardín, "para que estos muchachos, más cómodos, se puedan sincerar". Y en el jardín nos detenía mucho rato con cualquier pretexto. Cuando volvíamos a entrar a la sala, siempre le preguntaba lo mismo a Rosa, abriendo mucho los ojos:
-¿Quihubo, ya?

Pero la muchacha negaba siempre con la cabeza, y ponía cara de angustia, hasta que doña Hortensia se cansó y una tarde le dijo a Ricardo que si él no tenía ninguna intención seria en esa casa, lo mejor sería que no volviera más por allá. Entonces Ricardo, resignado a lo peor con tal de poder volver, a los dos días se le tuvo que declarar a Rosa, y cuando volvimos esa tarde del jardín hubo esta breve conversación:
-¿Quihubo, ya?
-Sí, mamá.

Y doña Hortensia, muy contenta, tocó la campanita de plata, vino la muchacha que parecía una aparición, siempre sonriente, y le ordenó que trajera una botella de champaña, porque había algo muy importante que íbamos a celebrar. La muchacha hizo una reverencia, más irónica que servil, y al dar la vuelta para salir Ricardo y yo nos dimos cuenta de que tenía los zapatos rotos.

Cuando volvió con la botella y cinco copas, Ricardo le preguntó:

-¿Usted cómo se llama?

-¿Yo? Margarita.

-Aquí todas son flores, menos Raquel -dije yo.

Y mientras las Raquelonas y la mamá se ponían muy serias con el chiste yo oí cómo Ricardo le preguntaba en voz baja a Margarita:
-¿Y cuánto calza usted?

Ella contestó con un susurro tan bajo que yo no alcancé a oír, pero cuando bajábamos en la moto le pregunté a Ricardo:
-Entonces, ¿qué número es?

Y él dijo:
-Treinta y seis.

Yo no sé si ustedes se acuerdan de los tenis Croydon. Bueno, el papá de Ricardo era el mayor accionista de Croydon, entre otras muchas cosas, y Ricardo le encargó a Margarita en la fábrica tres pares de tenis, pero no de los comunes y corrientes, de esos que vienen en serie, sino especiales: unos plateados, unos dorados y otros de encaje. El problema era entregárselos. En la moto definimos que como él ya era el supuesto novio de Rosa, lo mejor sería que los llevara yo, y esa tarde entré con las tres cajas debajo del brazo.

-¿Qué llevas ahí? -me preguntó doña Hortensia.

Yo dudé:
-Eeeeh, son unos tenis.
-¿Para qué?

-Eeeeh, se los traje a Margarita.

-¿A Margarita? ¿A la muchacha? ¿Y por qué?
-Porque el otro día vi que tenía un roto en la suela.

-Muéstrelos a ver.

Entonces me tocó abrir las cajas y mostrárselos. Las Raquelonas quedaron fascinadas con esos zapatos raros, únicos, y doña Hortensia ni se diga, tanto que me dijeron:
-No, darle esta belleza de tenis a Margarita, para que los ensucie en la cocina, sería un desperdicio, mejor nos los regalas a nosotras, un par para cada una.

Menos mal que se me ocurrió algo:
-Está bien, se los miden, y si les sirven, se los regalo a ustedes.

Las tres se los midieron, y hasta mandaron por un calzador, pero a duras penas les entraban esos dedazos toscos de los pies que ni el pedicure francés disimulaba, con tremendos juanetes de tanto usar tacones, y no se los pudieron acomodar. Entonces el mismo Ricardo tocó la campanita y apareció la muchacha, más linda que nunca en su uniforme blanco con delantal celeste, que primero miró extrañada a Ricardo con la campanita en la mano, y luego vio los zapatos en el suelo. Al verlos, Margarita se puso roja como una fruta madura, y solo alcanzó a decir.

-¿Me llamaba, señor?
-Sí. Este quiere que se mida esos zapatos -y me señaló a mí-. Parece que si le sirven, se los deja de regalo.

Las Raquelonas se mordían los labios y miraban al techo. Margarita pidió permiso y se sentó en el suelo. La falda se le subió muchísimo, hasta los calzones, pero o no se dio cuenta, o no le importó, o lo hizo aposta, como si nos quisiera pagar los zapatos con la buena vista de sus piernas. Hasta unos hilos de sombra se le salían por un ladito del resorte, y yo no podía dejar de mirarlos. Se quitó los tenis rotos y aparecieron unos piecitos que el que los haya visto no los olvidará, delicados y dulces, de maniquí, pero ágiles y flexibles. Se midió primero los de encaje, perfectos. Los plateados, perfectos. Los dorados, mejor.

-Son suyos, Margarita -dijo Ricardo.

Y Margarita, como en un impulso, sacó una sonrisa de reina desde su boca grande, carnosa, saltó de alegría, se abalanzó sobre Ricardo y le dio un beso largo, no en la boca, pero al lado de la boca.

-¿Y a mí? -dije yo. Pero tuve que contentarme con una palmadita en el hombro.
Sobra decir que el día que volvimos a la casa de las De la Cuesta, cuando doña Hortensia tocó la campanita de plata, salió una muchacha vieja.

-¿Y Margarita? -pregunté yo.

-Margarita era muy atrevida, y la mandamos otra vez para el pueblo, en Córdoba. Y lo mejor es que ni se atreva a volver por aquí. Tan descarada que era.

Esa tarde la visita fue mucho más breve de lo normal. Ni nos acabamos de tomar la Coca-cola. Ricardo sabía que la hacienda quedaba en un corregimiento cerca de Montería, Barquillos, y al otro día, cuando amaneció, ya estábamos coronando el alto de Matasanos, rumbo a Córdoba, en la moto. En Barquillos, esa misma tarde, estuvimos preguntando mucho rato por una muchacha que usaba zapatillas doradas, o plateadas, o de encaje, pero nadie nos sabía dar razón, hasta que un niño nos dijo:
-Es mi prima, que acaba de llegar de Medellín.

-¿Cómo se llama ella?

-Margarita.

-Esa es.

La casa de Margarita, diminuta pero limpia, era una de las últimas del pueblo. Ahí estaba, muy sonriente, al lado de una señora, meciéndose las dos en un par de mecedoras de mimbre, y oyendo vallenatos que salían del radio. Tenía puestas las zapatillas de encaje, que eran las más frescas. No pareció sorprenderse cuando nos vio. Ricardo y ella se saludaron con un abrazo excesivo, y Margarita nos presentó a la señora:
-Mi madrina.
Esa noche, en las hamacas, la conversación fue decayendo a medida que salían más estrellas hasta que se convirtió en un murmullo entre ellos dos solos, Ricardo y Margarita, que estaban juntos, demasiado juntos, en una hamaca colgada al fresco del corredor. La madrina se fue a acostar, y cuando yo noté que los besos se estaban volviendo muy largos y profundos, y en el mismo momento en que Ricardo, sin poderlo evitar, empezaba a desabotonarle la blusa a Margarita, me despedí también, justo a tiempo, y me fui a dormir en un cuarto que me alquilaron en la plaza del pueblo.

Al otro día cogí un bus para volver a Medellín, solo, porque Ricardo, feliz, decidió quedarse ahí. "Saludes a las Raquelonas", fue lo último que me dijo cuando yo me asomé para decirles adiós desde la ventanilla, y Margarita le dio un codazo de regaño, pero los dos se rieron, y se alejaron del bus caminando muy despacio, cogidos de la mano.

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