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18 de mayo de 2012

Rozadas y restregadas buseteras

Los buses no solo cumplen la función de transportar, también se han convertido en un escenario para ser manoseado por gente que nunca volveremos a ver.

Por: Iván Bernal Marín

Los buses urbanos son los hornos donde se sancocha el amor contemporáneo. Según el Pequeño Gran Larousse Ilustrado, el verbo sancochar significa cocinar a medio punto, sin sazonar. Es tal como queda el chorizo, el plátano, los huevos, los melones, la arepa y la papaya tras el paso por un bus.

 

Mírelo amablemente: usted no se baja del bus manoseado por desconocidos, se baja con sus zonas erógenas sofreídas. El problema es que no tenga a quién servirle el plato para que termine de cocinárselo y comérselo, y acabe haciéndose la paja, pero esa es otra entrada.


Paras el autobus, y una nalga gorda hipopotamística se apresura a subir antes que tú; y se queda a la altura de tu nariz mientras paga el pasaje; y la tienes que ver aplastarse y deformarse para pasar el torniquete. Es la alarma que te anuncia que estás en esa hora que llaman ‘pico’; porque a esa hora es que tienes que ir a trabajar o estudiar, o porque vives en Bogotá y todas las horas son ‘pico’ aunque sea domingo.


(Todo aplica para Transmilenio, Transmilleno, Transmilento o como prefieran llamarlo. Al final, como dice la canción: Transmilenio es un bus, más grande y más caro, pero sigue siendo un bus).

 


 

Todas las sillas están llenas, con arrellanados zombies de bocas abiertas, que cada cierto tiempo lanzan un cabezazo a alguna pelota imaginaria con la que aparentemente van soñando. En las mañanas te golpea una mescolanza de colonias, splash y pachulí que marea y deja la nariz impregnada todo el día. En la noche, el bus estará inundado de un denso aroma a pizza vieja, con su justa proporción de queso rancio, jamón y cebolla.

 

Nada encarna mejor la expresión "hasta las tetas"

 


Y, justamente, las tetas son un alivio que puede aparecer en el sobresaturado horizonte.

 

Te toca ir de pie, colgado de un tubo. Queda claro que la imagen de Jesucristo resistiendo en la cruz, que vemos desde niños, es para acostumbrarnos a pasar horas crucificados en buses. En promedio, solo cada 50 cuadras se sube una vieja buena. Y nunca pasa por tu lado; siempre se baja después de ti. Con algo de suerte, te tocará un escote prominente sentado al frente. Es el mejor de los paliativos para la incomodidad de tener que agachar la cabeza por la poca altura del techo del bus: un par de tetas atravesadas en nuestro campo visual, cuyo bamboleo podemos apreciar sin disimulo.

 


 

Pronto descubrirás que el precio del pasaje incluye una programación de rozadas. Cada vez que alguien te pase por delante o por detrás, descubrirás que los buses urbanos poseen visos filantrópicos. Son la forma de garantizarle una vida sexual activa a cualquiera que no tiene talento ni es buena moza, y que corre el riesgo de terminar de twittera.

 

Es el paraíso de la popular ‘arrecostada’: entiéndase como una especie de fusión entre la rozada y la restregada furtiva, caracterizada particularmente por la técnica del empujón pélvico.

 

Se trata de adelantar la cadera a medida que se avanza, como parachoques, y asegurarse de abrir las piernas y flexionarse un poco para ajustarse a las formas en el camino. Es también empleado cuando se está subiendo la escalera hacia el bus: si la que va al frente tiene unas posaderas que lucen confortables, muchos prueban qué tan bien se sienten con un brinco, justificando su abusadora arrimada con el afán, "es que ya iba a arrancar, así que siéntelo".


Otros muchos se abren paso así entre la muchedumbre, a pelvizaso limpio. Y algunas, generalmente las de dimensiones hipopotamísticas, hacen lo propio: se abren camino a punta de nalgazos.


Algunas otras no tienen problema en frotar sus senos contra tu espalda, o les toca. Como hay que estirar los brazos para aferrarse a tubos y barandas, muchas tetas suelen terminar allí ‘arrecostadas’. Teta es teta, pero las que te las recuestan suelen ser mujeres mayores, lánguidas o muy gordas; es decir, las de belleza más embolatada. Nunca viene a ponérsete una mamacita esbelta que parece recién salida de un gimnasio.


Tanta gente agolpada en un pasillo, y una única salida. Para alcanzarla hay que vadear el río de caderas, y el espacio no es suficiente como para evitar ‘arrecostarla’. Unos y otros atraviesan entre tropezones y disculpas ‘rayándoles el carro’ a los demás. Se vale todo en ese sándwich de salchicha, lo lamentable es que te toque ser el pan. Con tanto empujón y vigilancia de la billetera y el celular, hay que contorsionar para conservar algo de dignidad mientras los demás pasan.


Conviene mirarlo desde la perspectiva de la pelvis, de la hebilla. A esa altura, el paisaje es una comparsa de culos meciéndose. Eso explica que algunos que buscan la salida flexionan de pronto las rodillas al pasar detrás de alguien, como bailando esas canciones de merengue noventero que en los coros exhortaban a agachadas y estrechadas súbitas. Parolas van y vienen, manos tocan sin querer aquí y allá.


En el apretuje desaparece el individuo, se vuelve una apéndice de un monstruo lujurioso que convulsiona en un cascarón. Cuelgas en el aire por atravesar la ciudad al menor costo posible, como una falange sometida a espasmos eróticos de toda calaña.


Sin quererlo, terminarás poniéndole la verga en el hombro a la mujer que va sentada delante tuyo (Por eso lo mejor es buscar pararse frente a una mujer y no un hombre). Entre más se corre alguna, más le presionan atrás y se le montan en el colchón de su piel.


Los buses son el refugio de los #foreveralone, esos que nadie quiere por feos; cuyas mamás se ordeñaban y echaban la leche en un vaso para no darles teta. Es la única oportunidad de contacto sexual para esa gente que se toma 15 fotos frente a la cámara del laptop, hasta encontrar el ángulo preciso en el que su cara se disimula.


De hecho algunas nunca dan la cara. Lo que hacen es propiciar y perpetuar un contacto nalga contra nalga. Conscientes o no de ello, algunas mujeres suben y posan su culo justo contra el tuyo. Quizá hacen un tacto nalgal, o disfrutan cuando chocan y rebotan por obra y gracia de los huecos que hacen brincar el bus. Sin falta, toda ruta incluye curvas agresivas, grietas en el pavimento y reductores de velocidad altos: sube y bajas que favorecen los roces inempestivos.

 

Algunos van todo el recorrido pegados a cinturas femeninas, bamboleándose; cobijados en la excusa de que no tienen para dónde más correrse, pero añorando correrse. Pero nunca se termina de cocinar el plato. Solo se sancocha, disimulado en el tumulto.

Un indicio para identificar a los 'sancochadores' es que en las discotecas seguro son los más entusiastas cuando suena "con ropa haciendo el amor".

 

Los choferes tienen alma de celestinos, más allá de esa fachada mal encarada y roba vueltos que le muestran al mundo. El cupido que se esconde detrás de sus barrigas los obliga a atiborrar ese vagón metálico que conducen por la ciudad, a tal punto, que cada pasajero termina respirando las exhalaciones de otro. Así incitan una atmósfera íntima. Esparcen la excitación en el aire y hasta ponen a sonar salsas moteleras. Y entonces, cuando todos los cuerpos en el bus están más pegados que adolescentes bailando reggaetón en Cartagena, cuando las partes del uno encajan en las coyunturas de la otra en un rompecabezas humano, los choferes frenan súbitamente como si no existiera un mañana. Albergan la esperanza de que, con la sacudida repentina, alguna pasajera termine poniéndole una teta en la cara a alguno, y nazca el amor.


Los buses están diseñados de tal manera que puedan ser escenarios de encuentros cercanos del cuarto tipo. Es una compensación por todo el tiempo que se debe pasar en ellos. Algún estudio demostrará (algún día) que un 60% de la vida transcurre dentro de buses, viajando de un lado al otro en ciudades que crecen y alargan las distancias: de la casa a la oficina, de la oficina a la universidad, de la universidad a la casa, de la casa al banco, etc. Tanto, que en los buses se presenta prácticamente el único momento de reflexión al que tiene derecho el ciudadano moderno. Ante el ajetreo del trabajo, y el acoso de chats, redes sociales, computadores y televisores, el único espacio de introspección está allí en una banca apretada, donde no se atreve a sacar el Smartphone porque se lo roban. El único problema es que se suba un vendedor ambulante y le exiga contestar los buenos días y no ignorarlo mirando por la ventana. Un síntoma de la decadencia de nuestra era es que las decisiones más trascendentales de la vida se toman allí, en sitios en movimiento con nombres como Cootrastucul, Azul Vinotinto, C69 verde o cosas así.


Eso cuando te logras sentar, lo cual ya es otro tipo de condena: cualquiera que mida más de 1,80 centímetros quedará más constreñido que el Pensador de Rodín en las busetas y colectivos; con las rodillas apresadas en el angosto espacio de las sillas.  Además, se amplía el espectro a toda una nueva gama de perversiones.

 

La esperanza es que alguna bajita de escote prominente sea la que se pare a tu lado, y quede a la altura precisa para una frenada.


El hombro queda vulnerable, expuesto a palos ajenos. Y también sentirá las emanaciones de calor cuando se le arrime una vulva, transpirando a través de jeans. Pero no es algo bueno. Las bonitas se cuidan de no acercar tanto sus labios de abajo. Las de falditas y lycras nunca se te aproximan, como si tuvieras un campo de fuerza repelente de bellezas. Solo puedes morbosearlas a lo lejos.

 

Las que siempre te pondrán encima la v.agina son, una vez más, las hipopotamísticas o lánguidas o señoras ajetreadas en búsqueda de lo que su prostática pareja ya no les da. Son las mismas que  no desperdician oportunidad para restregarte el culo que demostró cualidades de plastilina al atravesar el torniquete. A veces se mantendrán un poco allí, inclinadas en ti, mientras el bus los hace saltar y tu brazo se encaja a la perfección en el receptáculo conformado por el filo de las nalgas. Y claro, ellas mirando para otro lado, sin inmutarse. Con el mismo descaro de los viejos verdes que les arriman la verga a chicas.

 

Para salir de Cootrastucul se debe caminar aprisionado entre caderas ajenas. Hay que ir reclinándose entre panzas. A cada paso se sienten manos caer descuidadamente sobre ti, sobre piernas, ingle y coxis. Cuando uno llega por fin al timbre para pedir la parada, ya está todo timbrado, y es probable que la tenga parada. La sancochada busetera es apenas suficiente para dejarte sofreído.

 

¿Quiénes están tan mal que se ven obligados a hacer eso en el transporte público? ¿Quién busca una vida sexual activa en los buses? ¿Quiénes son los sancochadores que se dedican a ‘arrecostarla’ y manosear con caras de yo-no-fui? Quizá sextwitteros anónimos. Para averiguarlo solo hace falta dejar de estar leyendo pendejadas, salir y tomar un bus; sumergirse allí donde se sancocha el amor. Si no encuentra la respuesta, al menos podrán agarrarle el culo o algo.

 


 

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