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13 de diciembre de 2010

Viajar es, también, dormir mal

El que piense que viajar es para descanzar está equivocado.

Por: Daniel Pardo

 

Dormir en el avión, en el bus, en el tren, en la calle, en el único cuarto pulgoso que puede pagar. Desde que me dio por viajar, desde que me las doy de guerrero, mis horas de sueño se redujeron significativamente. Desde que salí de Bogotá con la absurda idea de ver el mundo sin importar cuánta plata tuviera, he dormido mal.

 

Debo Confesar, otra vez, como con los moscos, que me cuesta dormir: el sonido del segundero del reloj no digital, el mosquito, el calor, el frío, el peso de las sábanas en lugares fríos, la ropa que uso. Para mi desventura, no soy de aquellos que duermen profundamente en un bus que oye vallenato a reventar, o que se duermen frescos en la mitad de una fiesta o que logran dormir en el aeropuerto mientras esperan el avión. Yo, tengo que reconocer, sólo puedo dormir en mi cama, la bogotana, con mis sábanas, mi almohada y mi plumón, en boxers y camiseta extra grande. No puedo dormir de día, ni enfermo. Nunca me he dormido en cine ni nunca he gozado del cabeceo en un bus.

 

La única forma de dormir, lo digo de frente, es borracho. Así sí le duermo donde quiera. Como la semana pasada, en el ovalado sofá de cuero de una casa de colombianos en Londres. Porque lo primero que se debe tener en cuenta respecto del tema de dormir fuera de casa es que en ciudades como ésta, donde la economía local maltrata y tortura sin piedad al bolsillo, la solidaridad de los colombianos es increíble, sorprendente e incluso rara en un colombiano. Un conocido, un extraño, cualquiera de esas personas que en Bogotá uno saludaba de paso y con los que nunca tuvo una conversación, es su mejor amigo en el primer mundo, su hermano.

 

Le darán posada, sí, pero usted no va a dormir. Dos ejemplos: en Nueva York mi amigo bogotano vivía con un alemán sin sentido del orden o la limpieza que empezaba sus días a medio día y los terminaba a las tres de la mañana. ¿Qué hacía por la noches? Veía películas en la televisión de la sala, mi cuarto, sobre el sofá de la sala, mi cama. ¿Qué podía hacer yo? ¿Decirle que se fuera de la sala de su casa, esa que con tanto esfuerzo paga? No. Acá uno está en la casa de otros, sometido a sus horarios y costumbres, como, por ejemplo, apagar los cigarrillos en vasos de plástico con CocaCola y dejarlos ahí. Entonces me tocaba empezar el proceso de acostarme a las 3 de la mañana y levantarme a las 7, porque a esa hora empieza el mundo y cuando uno está en ciudad nueva quiere ir con el mundo. Ahora en Londres, tres colombianos y un danés viven en una casa muy rescatable, cuya cocina está en el mismo lugar de la sala y el comedor. En la única área social de la casa, donde todos invitan a sus novias a comer y se fuman sus porros, está el estrafalario sofá de cuero que uno de ellos cogió en la calle hace días, mi cama. La única noche que me acosté sobrio en esa cama no pude dormir de pensar en los indigentes que por ahí algún día tuvieron que pasar.

 

Es, claramente, una bondadosa filosofía del ‘yo te ayudo porque también pasé por esas y sé lo que es’. Con hospedar a alguien, uno agradece a los que lo hospedaron a uno en el pasado.

 

Pero en la India, si bien lo reciben donde sea, lo hacen más por la diversión que les genera tener un blanco durmiendo en la sala de sus casas. Existe en ese país, y en otros también, una red social llamada CouchSurfing, donde la gente se contacta para intercambiar posada: ‘yo te recibo y tú me recibes’. Pero a los indios no les interesa ir a Colombia, sino recibirlo a uno y ya. Un Pushkar, en el estado de Rajastán, India, me quedé en la pequeña casa de barro de un sastre donde tenían como mascota una vaca, enorme, cochina, vaca, que dormía en la sala, solo a una puerta de distancia del cuatro que me dieron, el del hijo mayor. En una inmensa casa en Verkala, un pueblo playero en el estado sureño de Kerala, me recibieron tres jóvenes mercaderes de joyas, que dormían siempre en la sala en unos colchones tan delgados como el papel mantequilla. En los innumerable cuartos no había camas, porque eso de dormir separados en la India es raro. Entonces ahí dormí, pegado a tres machos indios, después de haber comido, con las manos, pescado al curry sobre esos mismos colchones, al son del ronquido de sus jetas.

 

Porque una de las cosas más impresionantes de la India, con sus templos y sus palacios y su comida, es el ronquido de la gente. Todo el mundo ronca: los niños, las mujeres, los perros. Y no es un ronquido normal, una respirada con volumen: es el sonido de un terremoto o una cierra eléctrica en su cabeza. No sé a qué se deba, pero allá todos roncan. Allá todos –sobre todos los perros, que parecen muertos– duermen profundamente, sea donde sea. Y despertarlos y asustarlos es un excelente plan, porque no es mal visto, ya que en ese país los conceptos de vergüenza, privacidad u ofensa no existen.

 

El ronquido lo nota uno fácilmente cuando ‘duerme’ en un tren en la India. Gran parte de lo que es viajar en el subcontinente se hace en trenes nocturnos, porque es barato y práctico: amanece en el lugar de destino y no paga hotel. Pero duerma. Las peripecias son cosas como el calor, que sólo solucionan con unos ventiladores forrados en telaraña, el frío, la mamá de la familia que grita, el señor que le quitó su asiento, los niños jugando, el abusivo vendedor de té, el indigente sin piernas que lo despierta sin escrúpulos para pedirle plata, y así. En Madurai, una ciudad estrepitosa y sofocante, me monté en la mitad de la noche a un tren repleto de gente, y mi asiento había sido tomado por una viejita a punto de morirse, flaca, arrugada, débil. ¿Qué hacía? ¿Tenía yo derecho a reclamar mi asiento, el cual ella no pagó? Lo hice, lo confieso. Porque la conchudez de los indios es descarada: por un lado la empresa de trenes vende tiquetes en un tren que ya está lleno, y por el otro la gente se monta sin importar cuán lleno esté. Entonce duerma: con los moscos, el concierto de ronquidos y el sonido de un destartalado tren armado en los años 50.

 

Duerma, por ejemplo, en un bus nocturno en Nepal. Lo más sorprendente de una jornada de tren en ese montañoso país es que el chofer del bus para en le mitad de la noche en un pueblo desertado por sus habitantes, caliente hasta más no poder, desesperante hasta la locura, a echarse una siesta. Y ahí se queda uno, en un bus caliente, con el asiento de en frente encima, con el indio al lado roncando de la felicidad, sin luz para leer, sin pila en el iPod, sin hambre, sin fuerzas. Lo único que uno tiene, en ese momento de escollo, es expandir la imaginación a puntos inéditos, o hacer un recuento de sus novias, o pensar en los chistes de sus amigos: es decir, pensar en español. Ahora, el bus más descarado que he cogido en mi vida fue de Mompox a Bogotá: en un bus escolar, verde y blanco, sobrevendieron los cupos, montaron gallinas, micos y perros, pusieron vallenato toda la noche y al tiempo pasaron una película de –quién más, usted lo ha visto– Jean-Claude Van Damme.

 

La segunda casa de un viajero, cuando la primera es un cuarto polvoriento con una televisión con dos canales, es un aeropuerto, un lugar donde la dormida depende, exclusivamente, del apoyabrazos de los asientos: si es inmóvil, su suerte se reduce a la posibilidad de mover una fila de asientos y pegarla a otra, como hice en el aeropuerto de Qatar, mi escala de en el trayecto de Katmandú a Nueva York. también puede dormir en el piso. Pero en aeropuertos como el de Panamá, uno duerme fresco, porque no hay apoyabrazos. Ya con eso, usted puede dormir. Pero yo no: por la musiquita que nunca, increíblemente, quitan, como en las dentisterías, y el ruidajo del grupo amiguero de funcionarios comiendo McDonald’s, todos felices, todos recocheros.

 

Algo parecido pasa en los dormitorios de los hostales de las ciudades grandes y caras, como en la Media Luna de Cartagena o el Salvation Army (foto) de Bombay, India: los viajeros, todos marihuaneros, siempre están metidos en el dormitorio haciendo vida social. El primero es digno de ser visitado, sobre todo por el bar del techo, pero el segundo no, porque las camas, se sabe, tienen pulgas, y solo hay dos puercas duchas en el hostal. Lo tratarán mal, le darán de desayuno un huevo duro y un té y le dirán que se largue si no le gusta, porque, se sabe, en la costosa Bombay es el lugar más barato que va a encontrar. En la India está el Salvation, hablando de dormitorios famosos entre los viajeros, y está el del Templo de Oro, uno de los santuarios más importantes y hermosos de la India, sede oficial y espiritual de la religión sij. Ahí, donde también hay un comedor gratis 24 horas y CocaCola a mitad de precio (0.11 dólares), hay dormitorios gratis para turistas y locales. No son ni limpios ni cómodos ni agradables, pero gratis.

 

Y gratis hasta un puño. Por eso no importa dormir mal si no está pagando y de paso viajando. Por eso dormir es un placer del que uno se tiene que olvidar cuando viaja sin plata. Porque viajar, también, es dormir mal. Ahora bien: uno puede mejorar la situación, con tapones para los oídos, pastillas, tapaojos y un buen sleeping. Pero no crea que va a poder juntar los cuatro placeres –dormir, viajar, comer y follar– en un mismo tiempo y espacio. Porque acá, usted, vino es a dormir mal.