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17 de noviembre de 2009

Opinión

Lo más SoHo de sexo para mujeres

Había una compañera de universidad que hacía que se me parara con solo verla. No era especialmente bonita, es más, no cometería una injusticia al decir que era fea. Bajita, peluda, culiplancha, medio rolliza sin llegar a gorda.

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Eso sí, todo hay que decirlo, tenía unas tetas increíbles. Siempre he sido más hombre de tetas que de culo.

Bastaba con verla llegar a clase de siete vestida con saco, chaqueta, guantes y bufanda para que todo yo me convirtiera en una erección. Mientras el profesor explicaba los códigos de ética del periodista yo solo quería cruzar el salón y tirármela sobre un pupitre hasta que fueran las nueve.

Nunca pude entender el fenómeno, tampoco traté de explicármelo. ¿Para qué? ¿Para deprimirme al descubrir que mis estándares sexuales eran más bajos que los del promedio? Querer encoñarme con la más fea del salón habiendo tantos proyectos de reinas y presentadoras en Comunicación Social era un sinsentido.

Nunca se lo dije a nadie, pero terminé encoñado. Fue un Miércoles Santo luego de ver El pianista, de Polanski. Era tarde para irse a casa y durmió en la mía. No habían pasado dos minutos y ya estábamos revolcándonos. El sexo durante esa Semana Santa fue más intenso que el acoso alemán al Gueto de Varsovia. Todo fue irreal, no podíamos parar; yo eyaculaba y se me paraba al instante, ella se venía y se mojaba en segundos. Éramos Usain Bolt corriendo una maratón como si fueran los cien metros planos.

Mi ex novia más reciente, por otro lado, es la cosa más deliciosa que he visto en mi vida. Había que verla desnuda, con las tetas más perfectas que existen, un culo puntual y un coño por donde se entraba al cielo. Al comienzo tirábamos como si el mundo se fuera a acabar. Y se acabó, porque la relación llegó a deteriorarse tanto que no me daban ganas de tocarla —a ella le habrá pasado lo mismo.

La veía salir del baño desnuda, mover ese culo por todo el apartamento y tomarse su tiempo mientras se ponía divina para salir; no me producía absolutamente nada. Sabía que estaba ante una mujer espectacular, pero yo no reaccionaba. Tampoco me lo cuestioné mucho, simplemente me dejaba llevar por la inapetencia. Fueron épocas en las que teniendo una hembra insoportable en casa, prefería aliviar mi tensión sexual haciéndome unas pajillas. Una vez me pilló y no supimos qué decirnos.

Lo que torpemente estoy tratando de decir es que estamos obnubilados por el poder de los genitales, pero olvidamos que el sexo está en el cerebro, que poco tiene de lógica. No se debe cuestionar lo que se siente porque termina uno chiflado, solo hay que dejarse llevar. Si fuéramos sexualmente razonables, todos estaríamos acostándonos con fotocopias de Natalia Jerez; y yo conozco a más de uno a quien Natalia Jerez no le produce nada, pero se muere por comerse a la secretaria que almuerza corrientazo y tiene que coger dos buses para llegar a la oficina.

Por estos días mi cabeza me pide sexo virtual porque me da asco intercambiar fluidos con cualquiera, y yo la complazco sin hacer preguntas. Soy un simple funcionario que recibe una orden y la cumplo sin objetar. Supongo que sería un buen soldado. Hacer lo que ella me pide me garantiza salud mental. El día que me pida estar con un hombre o ir a una orgía —todo dentro de los límites de la mesura y las buenas costumbres— lo haré, porque complacerla me deja dormir tranquilo.

Ahora hay una mujer, nada del otro mundo, medio belfa de hecho, con quien me ocurre lo mismo que con la de la universidad. El otro día me pidió que le amarrara un zapato y tuve una erección monumental. ¿Qué puedo hacer? A veces creo que querer penetrar a la mujer que le amarro el cordón es signo de una cabeza sana, o precisamente todo lo contrario. Ya no sé qué parte de mí vive en función de la otra, ni a cuál de las dos cabezas obedezco.

Por: Lolo. 

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