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17 de agosto de 2006

El amor de los genios

poco a poco aprendemos sin embargo a no escandalizarnos por nuestro parentesco con la bestia asesina que disputa los favores sexuales de la mamá al propio padre

Por: Eduardo Escobar
Poco a poco aprendemos sin embargo a no escandalizarnos por nuestro parentesco con la bestia asesina que disputa los favores sexuales de la mamá al propio padre | Foto: Eduardo Escobar

Wilhelm Reich, el extremo discípulo de Freud, autor de un intrincado volumen sobre la función del orgasmo, redefinió la libido freudiana en una energía irradiante que llamó el orgón, y se manifiesta en las palpitaciones del cielo estrellado, los caprichos de las vírgenes histéricas, el reino de arena de los sueños y las lagunas de la memoria. Según Reich, durante el orgasmo realizamos movimientos de los principios de la vida cuando éramos apenas unos anillos ciegos y rudimentarios en el caldo del mundo primitivo, encorvados, chupándonos el ano. Su poética psicoanalítica proseguía la labor desmitificadora de la modernidad que acabó por matar en nosotros el ángel antiguo y romántico para entronizar el engendro de un mono inmoralista.

Arturo Schopenhauer, con su teoría de una Voluntad avasalladora que nos arrastra, también fue implacable con nuestra pobre condición. Su nihilismo radical hizo de nuestras dulces costumbres amorosas las sombras de otro drama. No somos más que siervos de una potencia genésica que para sobrevivirse nos condena al dolor, hechizados por los espejismos del amor, la solidaridad y la belleza. Esas rosas, y esos sonetos enamorados, son los cebos de un ama espantosa para quien parecemos indiferentes y cuyo propósito ignoramos.

Poco a poco aprendemos sin embargo a no escandalizarnos por nuestro parentesco con la bestia asesina que disputa los favores sexuales de la mamá al propio padre. A no avergonzarnos de nuestros humildes orígenes. A afirmar sin amargura nuestra existencia solitaria bajo el cielo vacío. A conformarnos con la certeza de que el día cuando inventaron el amor y las endechas aparecieron también la perversión de la muerte y los celos.

Las cartas de Joyce a Nora Barnacle, una mujercita modesta de Dublín que trabajó en un hotel y le dio dos hijos, están llenas de extrañas exultaciones y reproches. Lo atormentan los amores pasados de su amada. Clama con tonos masoquistas por la revelación de sus intimidades con sus viejos amigos, con todo detalle, en unos paroxismos incompatibles a primera vista con su talento. Joyce volcaba entonces una prosa salvaje y obscena. En una carta del 2 de diciembre de 1909 dice que se siente con ella como un puerco cabalgando una cerda. Regocija la imaginación con el hedor y el sudor de su culo. Confiesa el deseo de verla en el acto más vergonzoso y asqueroso del cuerpo. Así dice. ¿Recuerdas cuando me dejaste ver debajo de ti mientras lo hacías y te daba vergüenza mirarme? La vergüenza de Nora no debió durar. Porque otra carta de Joyce el 20 deja entender que le envía en las suyas los pormenores de sus pajas mientras defeca. Y él canta el gordo chorizo marrón de su amante mientras es parido. Quiero oírte cagar, dice, lírico. Renegando del simbolismo para adoptar el estilo del naturalismo ramplón. Alguna noche, cuando estemos a oscuras hablando cosas verdes, y sientas que la caca está por salir, ponme los brazos en torno al cuello de vergüenza, y expúlsala con suavidad. Su sonido me volverá loco. Agrega. Joyce tenía buen oído. Quiso ser cantante de ópera. Amaba la música de cámara.

No muy distinto del juego infantil que cita Lawrence Durrell en una carta a Henry Miller: Papá no está. Mamá no está. Hablemos de porquerías. Pipí, caca, bum, culito, calzón.

En las cartas a Nora, Joyce mezcla canciones y diarreas. Reza al espíritu de la belleza, evoca las ternuras eternas reflejadas en sus ojos, llora estremecido escuchando una canción que se la recuerda, y luego la tira al suelo sobre su suave vientre y la penetra por detrás. Te enseñé cantando, le dice en tono pedagógico, la pasión y la pena y el misterio de la vida, y a hacerme gestos obscenos con los labios y la lengua.

El ángel no ha sido muerto aún por la Razón Iconoclasta. Convive en paz con la alimaña coprófaga. Son inseparables por toda la eternidad.

Joyce, espíritu puro y escarabajo estercolero, es hijo de la tradición de Baudelaire el de la judía calva, y las negras inmortales de los albañales de París. Y de Rimbaud, el extraviado, que una noche sentó a la Belleza en sus rodillas. Y la encontró amarga. Y la injurió.