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12 de octubre de 2011

Opinión

El sexo con Esther

Por: Javier Uribe

El día que nos conocimos nos conectó que ella fuera la columnista más leída de El Tiempo y yo, el menos leído de SoHo. En la puerta de su edificio pregunté si podía subir a su apartamento.

—¿Primera cita y a la cama? ¡Qué jartera! —se quejó Esther.
Expliqué que no era lo que había querido decir. 
—Siempre sabemos cuando quieren llevarnos a la cama —sentenció con convicción. 
Me encogí de hombros antes de marcharme. Esther me detuvo:
—¡No, señor: ni fáciles ni frígidas! 
Pensé, entonces, que se abría una luz de esperanza. Al menos así me lo indicó su mirada. Su mirada y que se hubiera despojado de su blusa, de su falda, de sus medias slag, de su body seamless, de su panty levantaglúteos y de su wonderbra. A pesar de sentirme una víctima de publicidad engañosa, me preparé para un quickie. Ella coincidió en eso: 
—Un rapidito no puede ser un polvo triste.
  Yo asentí y no dejé que me distrajera la expresión “un rapidito”. Todo salió bien: el quickie es la salida digna del eyaculador precoz. Ella, en cambio, se ofuscó:
—¡Al diablo los polvos contrarreloj! 
—Disculpa —dije sumiso—, pensé que se trataba de un “rapidito”... 
—Claro —dijo para sí—, cuando ellos no funcionan nos culpan a nosotras. 
Indagué, apesadumbrado, si quería seguir.
—Obvio, no venimos con los polvos contados  —respondió con desaire sugiriendo un nuevo embate. 
Le expliqué que estaba rendido, sin piernas, que había tenido que pagar el recibo del gas en un Super-Cade.
—Las mayores de 45 somos una fuente inagotable de buen sexo —explicó.
Comenté que lo mismo decían Jane Fonda, Amparito Grisales y que yo ya estaba por creer que, según ellas, los hogares geriátricos son en realidad casas de lenocinio. Al fin, sin embargo, acepté el reto. Falto de Viagra me bogué una Pony y una cucharada de manjar blanco y recordé las películas de Emmanuelle que veía cuando quería quitarme la excitación. Me dirigí al cono sur.
—¡No tengo retoque en la planta baja! —advirtió una Esther sincerada.
Efectivamente, fue como estar en la antítesis del pubis de Pedrito Palacios. Era como estar en Amazing Race: los pelos de Juan del Mar no dejan ver a la Toya. Eso no me sustrajo de hacer mi mejor esfuerzo. Me sentí lúbrico, seductor, libertino, provocador, procurador, sí, me sentía el procurador Ordóñez gozando de una sexualidad plena.
—¡No somos solo clítoris! —aulló Esther de pronto mientras me asestaba un calvazo. 
Yo no podía más. Las fuerzas se me habían escapado. Estaba vencido.
—El que se duerma inmediatamente después de un polvo pierde el año —bramó. 
Con la voz quebrada como la de Kepa Amuchástegui, expliqué que la presión no me venía bien. Esther me amenazó con que no tratara de engañarla: 
—…los hombres también fingen los orgasmos. 
Me confesé sorprendido e incapaz de semejante cosa (estaba fingiendo). Me comprometí a intentarlo después de comer algo. 
—Después del polvo, cero ‘desayunitos’, por favor —anunció Esther. 
Me sentía en la Operación Sodoma. Necesitaba que alguien me dijera cómo complacer a esa mujer. Deseaba ser un concursante de El precio es correcto y oír a una multitud de desempleados gritarme cuál es el precio del atún Van Camp’s. Quería irme. Inventé una excusa definitiva: dije que estaba casado. 
—Además de infieles, ¿burros? —me recriminó Esther. 
En un acceso de dignidad le pedí que no me criticara más, que empezaba a sentirme en Yo me llamo juzgado por la Gatica, como le dice el presidente Santos a Amparito Grisales.
—Gritar en la cama es un derecho sagrado —me desarmó. 
Una repentina tristeza me embargó. Se me dibujó el mismo gesto con el que Valerie Domínguez llega a Paloquemao. Luego, unas lágrimas me rodaron por la cara. 
 —Las lágrimas vuelven agua los buenos ratos en la cama —atacó la mujer.
Argumenté que yo era un simple abogado, que no había estudiado ni para reproductor ni para actor porno, que me dejara tener sexo en medias si quería. Que dejara vivir. Que dejara de insultarnos cada domingo por la mañana en sus columnas. 
—Cada quien disfrute sus polvos como le parezca —contraargumentó una Esther ya digna.
—Por eso mismo —le dije—, por eso mismo… —y me alejé mientras ella se ponía una bata rosada de toalla y unas pantuflas de Pluto.

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