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10 de noviembre de 2006

ESCENA EN UN CUARTO

¿Qué no se hará en un hotel? Hoteles literarios, Natalie de Saint Phalle.

Cuando recibió la llave, Isabel alcanzó a ver que el hombre de la recepción se la entregaba con una sonrisita por encima del mostrador. Fue una especie de guiño casi imperceptible, acompañado por una rápida inclinación de la cabeza. En apariencia, se trataba de una muestra de cordialidad, pero Isabel sospechó que él quería hacerle entender que adivinaba el secreto de su presencia y registro solitario en ese hotel, a esa hora de la tarde. Tomó la llave sin verificar el número y dio las gracias en voz baja. De inmediato, un botones se le adelantó en una carrerita hasta la puerta del ascensor, y cuando empezó a caminar supo que el hombre a su espalda no le quitó los ojos de encima. El botones le sostuvo la puerta para que siguiera, con un gesto en la cara copiado del otro, como si él también, en silencio, comprendiera cosas de antemano.

Era probable que fueran los mismos hombres de hace cuatro años, cuando se registró por primera y única vez en el hotel. Se sintió incómoda y mientras subía a la habitación en el quinto piso, se miró en el espejo y se pasó una mano por el pelo, agarrado a medias en una cola de caballo. Imaginó que a la suspicacia de los dos la alimentaba el hecho de haber llegado a pie, con un maletincito que apenas si remedaba un equipaje y el aroma de un perfume que probablemente ninguno oliera antes. Se trataría de una sospecha natural, pues quizás los desconcertaba su juventud, o sus labios gruesos, pensó, que siempre mostraban un raro brillo natural. Nada extraño que abajo ya empezaran a discutir a qué hora llegaría su acompañante anónimo.

Agradeció no haberse cruzado con nadie en el corredor, y cuando abrió la puerta y entró, respiró profundo, como si llevara muchas horas de viaje y sin descanso.

La impresión inmediata que tuvo cuando le echó un vistazo al cuarto fue la de encontrarse en un espacio de una desnudez irreal. A excepción de la pequeña reproducción de un paisaje campesino, colgada a un lado de la puerta que daba al baño, en las paredes no había nada. El tono blanco intenso que las cubría más que pintura parecía cal, como la que pondrían en los muros de cualquier casa deshabitada por mucho tiempo. Sabía que el cuarto de la vez anterior daba hacia la calle, pero no recordaba esa parquedad, ni la altura de los techos, un desamparo físico que no se correspondía con la felicidad y los estremecimientos que había experimentado.

A primera vista, la cama y el piso estaban limpios, y la especie de felpudo blanco que cubría casi todo el piso se veía suave y nuevo. No le importó entonces la sensación de encontrarse en un territorio de nadie, pues había logrado llegar. Estaba ahí finalmente, en el cuarto, y ahora, de nuevo, tenía que prepararse.

Se descalzó y se sirvió agua de la jarra que había en la mesa de noche. El agua estaba fresca, pero al final de cada sorbo le quedaba un leve sabor parecido a la madera. Tuvo un estremecimiento y caminó hasta la única ventana, que daba a la parte trasera del edificio. Allí, al hotel lo rodeaban las paredes sucias de otras construcciones y descubrió un patio abajo. En una de las esquinas habían acomodado un jardín, con una acacia joven y unas materas con florecitas de colores, regadas alrededor. La combinación y la escasa luz que bajaba a esa hora de la tarde hasta el rincón le provocaron una repentina melancolía, como si estuviera observando los encantos de un mundo desaparecido, o un mundo que hasta esa tarde ella no había presenciado. Recordó haber escogido ese hotel un poco al azar, mientras buscaba una calle silenciosa, y al final se había decidido también por los balcones en hierro forjado que adornaban la fachada. Cuando, en esa otra oportunidad, F. entró al cuarto, la felicitó por la elección y comentó que tenía un encanto especial.

Se tendió en la cama y volvió a sorprenderse ante la facilidad con la que respondió al nuevo llamado de F. Un consentimiento inmediato que no era el resultado, ni mucho menos, de la sumisión simple de una mujer que llevaba un par de años sola, pues sabía, como lo supo cuatro años antes, que entrelazarse a F. repelería durante mucho tiempo las desdichas inesperadas. Era como aprovisionarse de un escudo que no se desgataba con facilidad; una coraza a la que no corroían los estragos de los días y el alejamiento. Y aunque F. no lo había confesado, ella sabía que experimentaba en silencio una conmoción semejante. Quizás la certeza se la transmitía su voz, esa manera liviana de hablar, sin énfasis pero encantadora, en la que a veces, acercándose a su oreja, intercalaba sonrisas cariñosas, y entonaba palabras sin trucos, sin promesas embusteras sobre el porvenir de los dos.

La proximidad de este placer, de volver a experimentar los deliciosos avances de la seducción, le dejó un creciente calor en el pecho, como el avance de un vértigo. Se descalzó, soltó un par de botones de la blusa y cerró los ojos. ¿Cuántos cuerpos se habrían trenzado en este cuarto? Se preguntó también si alguna otra mujer antes que ella se tendió sola en esta cama, o en el piso, abrazada a la imagen de un fantasma que no llegaba.

Soltó una risita al pensar en la fotografía que había decidido regalarle a F., pues parecía la instantánea de una estatua en una especie de pose dramática, la cabeza echada hacia atrás, y donde, además, ocultaba a propósito la firmeza y la suavidad de un cuerpo todavía joven, que podía adoptar sin vergüenza cualquier postura o ademán, con un cuello y unas piernas que F. había apretado con fuerza, queriendo fundirse.

No se dio cuenta en qué momento oscureció. Dejó la luz apagada. Por la inmovilidad y el silencio alrededor, creyó por unos segundos ser el único huésped alojado en ese hotel. Le importó poco haber entrado en realidad a un sueño y no asistir entonces a la repetición de la maravillosa e incomparable escena de un pasado amor. Aún así, esperaría a F. en la oscuridad, tendida en la cama, como una de esas heroínas que entraban y salían del mundo a fuerza de impulsos fantásticos.