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16 de noviembre de 2004

Yo te espero hasta que estés listo

Por: Natalia Guerrero

Me encontré haciendo el amor con el hombre de mi vida, sin realmente hacerlo porque cuando ya estaba encima me dijo que no quería quemar esto, que quería esperar, que nos arruncháramos. A pesar de que me ocurre que a veces soy más activa o más promiscua, también me pasa por momentos que soy parca y solo quiero lo que me importe. Por eso, en contadas ocasiones -con un par de los dedos de la mano- he tenido que esperar para apostarle lentamente a lo que quiero conseguir.
Hace un tiempo ya, me enamoré a primera vista de un hombre, de esos que al mirarlo hace que el ritmo respiratorio se altere y que cuando hablan, le destrozan a uno los argumentos. Hacía frío y llovía sin cesar. Llevábamos días en los que el sol no aparecía por la ventana. Aquello de la falda sin medias o ropa interior era cosa utópica del pasado. Llegué a la casa de un amigo al caer la tarde. El plan, como siempre, unos Schnaps acompañados de una buena conversación sobre fútbol. En algún momento, cuando muriéramos todos muy intoxicados, nos iríamos a la casa a meternos entre la cama sin complicarnos la vida, pero de repente entró él. Así, tal cual es, inmenso y perfecto, como una epifanía en medio del inicio del invierno. De mi invierno.
Traté de hablarle, pero de mi boca surgían solo incoherencias. Estaba completamente erizada, con ganas de invitarlo afuera, abajo, al baño, con ganas de gritarle todo lo que sentía, de decirle que yo también estaba soltera y que quería tener hijos y casa y sexo con la misma persona para siempre. Con ganas de sodomizarlo. Pero él ni siquiera me miró. Refugiada en el alcohol decidí huir anticipada de la fiesta para evitar exponer alguno de los pequeños monstruos que me escoltan de vez en cuando. Llegué a la casa y me senté mucho tiempo con la cartera colgada y musitando exclamaciones solas y tristes, sin entender qué putas me estaba pasando.
Empecé a verlo más a menudo, pero no pasaba nada, no había el mínimo interés en mí de su parte y la escena sucesiva al llegar a la casa era igual de patética a la de la primera vez. Me volví aburrida y fiel a un hombre del que además del nombre no sabía nada, ni qué le había pasado en la vida, ni qué sentía, ni qué le gustaba, ni siquiera si era chévere o no.
Pero un día, en el bautizo del hijo de alguien, se acercó y me cogió fuerte del brazo y me hizo reclamos que no esperaba. Pegaba su mejilla contra la mía y me hablaba rozándome muy fuerte con su barba mal afeitada -bizcocho-. Descubrí que lo de la voz iba a ser otro issue y que de entrada estaba perdiendo la batalla. Me dijo que me quería tanto o más que yo a él -cómo lo sabía, no sé- y que estaba dispuesto a intentarlo conmigo. Nos fuimos a mi casa y sobre la cama, empezamos a besarnos. Yo iba a su ritmo, pero moría por ir al mío. Empecé abrazándolo muy fuerte y él me detenía, me separaba, me tomaba duro de las muñecas y con su voz, me decía algo, palabras llenas de humor y dulzura. Tuve un orgasmo sin que pasara nada, todavía con los tacones y la chaqueta encima. Me desvistió y me besó en un camino recto hasta llegar a la boca. Empezó un intercambio de sexo sin penetración en el estábamos muy cerca, como si nos hubiéramos jubilado y ya hubiera pasado la vida entera. Me encontré haciendo el amor con el hombre de mi vida, sin realmente hacerlo porque cuando ya estaba encima, a un milímetro de abordar el siguiente nivel, me dijo que no quería quemar esto, que quería esperar, que nos arruncháramos para ver qué pasaba luego. Al amanecer y tras otras tantas vueltascanela, se fue y yo me quedé digiriendo mi propia disposición para esperar y tomar esto como una prioridad.
Al otro día llamó. Yo solo podía sentir los ecos de su voz dentro de mis entrañas -es la voz más entrañable que he escuchado. Empezamos a salir, a hacer cosas distintas, él me hacía sentir querida y escuchada, nos reíamos a carcajadas. Pero nunca pasaba nada más que besos y manoseos. En las fiestas, jugaba a meterme la mano entre la falda y a tocarme inigualablemente para ver hasta dónde era capaz de aguantar. Sabía que no podía aguantar. Había pasado un mes y medio y estaba agotada.
Hasta que un día salimos de la ciudad. En la noche, tras el piscinazo, la comida, la jugada de Boogle -mi favorito- y unos cuantos vodkas, repentinamente me llevó al jardín y, casi con música de fondo, me acostó sobre el césped: Dijo que me amaba y me quitó las dos piezas de ropa que llevaba puesta. Intercalaba besos largos y extendidos con miradas que me hacían sentir que era para siempre. Estuvo un rato largo besándome entre las piernas y yo sentía que la muerte estaba espiándome. Hicimos el amor de la manera más dulce y salvaje que pudimos. Regresamos a Bogotá con las espaldas acabadas por el pasto, portando orgullosamente las heridas de la conquista -al fin- del otro continente. Sin embargo, nunca volví a saber más de él.