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7 de septiembre de 2006

Por la libertad de expresión

Los dejo, pues, a merced de Vargas Llosa, no sin antes despedirme y agradecerles todas esas pajas que se hicieron a mi lado. gracias... totales. Conchita

Por: Conchita
Los dejo, pues, a merced de Vargas Llosa, no sin antes despedirme y agradecerles todas esas pajas que se hicieron a mi lado. gracias... totales. conchita | Foto: Conchita

Queridísimos lectores. Como dice la canción, todo tiene su final. Me dispongo a escribir esta, la última columna de Conchita, concluyendo así una labor que me deja una única conclusión: las experiencias sexuales son, por encima del instinto voyerista que a todos nos aflora, algo íntimo e intransferible.

Dado que estas páginas las leen más de 880 mil lectores, aprovecho para dejarlos en compañía de palabras más sabias que las mías. Me limitaré a citar extractos de la novela Los cuadernos de Don Rigoberto (Alfaguara, 1997), de Mario Vargas Llosa (un escritor peruano, para quienes no lo conozcan). Esto con el ánimo expreso de demostrarles cómo en las palabras hay una gran sabiduría sexual que, sin embargo, resulta desierta sin la propia experiencia carnal, mental y espiritual del sexo. Los dejo, pues, a merced de Vargas Llosa, no sin antes despedirme y agradecerles todas esas pajas que se hicieron a mi lado. Gracias… totales. Conchita

Carta al lector de Playboy o tratado mínimo de estética

"Siendo el erotismo la humanización inteligente y sensible del amor físico y la pornografía su abaratamiento y degradación, yo lo acuso a usted, lector de Playboy o Penthouse, frecuentador de antros que exhiben films porno duro y de sex shops donde se adquieren vibradores eléctricos, consoladores de caucho y condones con crestas de gallo o mitras arzobispales, de contribuir al regreso veloz hacia la mera cópula animal del atributo más eficaz, concedido al hombre y a la mujer para asemejarse a los dioses (paganos, por supuesto, que no eran castos ni remilgados en cuestiones sexuales como el que sabemos).

Usted delinque abiertamente, cada mes, renunciando a ejercer su propia imaginación, atizada por el fuego de sus deseos, cediendo a la tara municipal de permitir que sus pulsiones más sutiles, las del apetito carnal, sean embridadas por productos manufacturados de manera clónica, que, aparentando satisfacer las urgencias sexuales, las subyugan, aguándolas, serializándolas y constriñéndolas dentro de caricaturas que vulgarizan el sexo, lo despojan de originalidad, misterio y belleza, y lo tornan mascarada, cuando no innoble afrenta al buen gusto".

"(…) tengo por fuentes más apetecibles de codicias eróticas a la difunta y respetabilísima estadista de Israel doña Golda Meier o a la austera señora Margaret Thatcher del Reino Unido, a quien nunca se le movió un cabello mientras fue primera ministra, que a cualquiera de esas muñecas alcanforadas, de tetas infladas por la silicona, pubis escarmenados y teñidos que parecen canjeables, una misma impostura multiplicada por una horma única". "(…) Mi odio a Playboy, Penthouse y congéneres no es gratuito. Ese espécimen de revista es un símbolo del encanallamiento del sexo, de la desaparición de los hermosos tabúes que solían rodearlo y gracias a los cuales el espíritu humano podía rebelarse, ejercitando la libertad individual, afirmando la personalidad singular de cada cual, y crearse poco a poco el individuo soberano en la elaboración, secreta y discreta, de rituales, conductas, imágenes, cultos, fantasías, ceremonias, que ennobleciendo éticamente y confiriendo categoría estética al acto del amor, lo desanimalizaran progresivamente hasta convertirlo en un acto creativo. Un acto gracias al cual, en la reservada intimidad de las alcobas, un hombre y una mujer (cito la fórmula ortodoxa, pero, claro, podría tratarse de un caballero y una palmípeda, de dos mujeres, de dos o tres hombres, y de todas las combinaciones imaginables siempre que el elenco no supere el trío o, concesión máxima, los dos pares) podían emular por unas horas a Homero, Fidias, Boticelli o Beethoven. Sé que usted no me entiende, pero no importa; si me entendiera, no sería tan imbécil de sincronizar sus erecciones y orgasmos con el reloj (¿de oro macizo e impermeabilizado, seguramente

) de un señor llamado Hugh Heffner.

El problema es estético, antes que ético, filosófico, sexual, psicológico o político, aunque para mí, demás está decírselo, esa separación no es aceptable, porque todo lo que importa es, a la corta o a la larga, estético. La pornografía despoja al erotismo de contenido artístico, privilegia lo orgánico sobre los espiritual y lo mental, como si el deseo y el placer tuvieran de protagonistas a falos y vulvas y estos adminículos no fueran meros sirvientes de los fantasmas que gobiernan nuestras almas, y segrega el amor físico del resto de experiencias humanas. El erotismo, en cambio, lo integra con todo lo que somos y tenemos".

"(…) La legalización y reconocimiento público del erotismo lo municipaliza, cancela y encanalla, volviéndolo pornografía, triste quehacer al que defino como erotismo para pobres de bolsillo y de espíritu. La pornografía es pasiva y colectivista, el erotismo creador e individual, aun cuando se ejercite de a dos o de a tres".

"(…) Qué distancia astral la que lo separa —la distancia que hay entre el erotismo y la pornografía, precisamente— del ejecutivo arrebosado de colonias francesas y de muñecas esposadas por un reloj Rolex (¿qué otro iba a ser

), que en un bar de moda amenizado por música de blues, abre el último número de Playboy y se exhibe con él y lo exhibe convencido de que está exhibiendo su verga ante el mundo, mostrándose hombre mundano, desprejuiciado, moderno, gozador, in. ¡El pobre imbécil! No sospecha que aquello que exhibe es el santo y seña de su servidumbre al lugar común, a la publicidad, a la moda desindividualizadora, su abdicación de la libertad, su renuncia a emanciparse, gracias a sus fantasmas personales, de la esclavitud atávica de la serialización".

"(…) hemos retornado al punto de partida ancestral: hacer el amor ha vuelto a ser una gimnasia corporal y semipública, ejercitada sin ton ni son, al compás de estímulos fabricados, no por el inconsciente y el alma, sino por los analistas del mercado, estímulos tan estúpidos como esa falsa vagina de vaca que pasan en los establos ante las narices de los toros a fin de que eyaculen y poder de este modo almacenar el semen que se utiliza en la inseminación artificial.

Vaya, compre y lea su último Playboy, suicidado vivo, y ponga otro granito de arena en la creación de ese mundo de eunucos y eunucas eyaculantes en el que habrán desaparecido la imaginación y los fantasmas secretos como pilares del amor".