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15 de diciembre de 2004

Cómo se hace una película porno

El periodista y cineasta Ernesto McCausland se metió de lleno al poco conocido mundo de la pornografía nacional y acompañó a los productores y actores de una película triple équis colombiana.

Por: Ernesto McCausland Sojo
Cómo hacer una película porno

Nadie menciona el pene de Tapias, pero ahí está, tan acomodado dentro de la mente de todos como de la bragueta de su propietario.
La locación es una casa abandonada de Chapinero, un lúgubre y vetusto cascarón en el que alternan vestigios del remoto esplendor con los infames tiempos recientes, en que algún inquilino le metió tejas de asbesto al espléndido patio interior. Es el escenario señalado por el destino, y por el presupuesto, para grabar la nueva película del canal Venus en esta minipotencia continental del género porno que es Colombia.
Afuera llueve sin prisa, la discreta lluvia capitalina. Adentro, abarrotando la única habitación del tercer piso, el equipo de producción monta sin tregua la primera escena. El objetivo suena como una utopía biológica, algo que ni aun el escritor Pietro Arentino, el italiano que inventó la pornografía moderna hace 500 años, habría concebido para sus textos alborotadores: dos horas seguidas de sexo colectivo.
Gesto impasible, cabello muy corto, un desbordado olor a Baldessarini de Hugo Boss, Tapias mastica maní despreocupado. Contempla el montaje de luces y sonido recostado sobre la pared del fondo y ni siquiera parece inmutarse cuando las tres actrices, Daniela, Valentina y otra a la que llaman "la niña nueva", se quitan su ropa desparpajadamente, sin contar siquiera con el privilegio de un atisbo libidinoso por parte del equipo de producción.
La rutina les ha endurecido el alma. Ya han grabado dieciocho películas en los últimos meses y no es un desnudo lo que los va a sacar de su afán, de la certeza de que si todo marcha bien podrán salir temprano, entregarse a una noche que promete acción, alcanzar a llegar a un bar de la séptima, en ningún caso entrar a un cine porno. Nadie menciona el pene de Tapias, pero todos saben que de su desempeño dependerá la noche de todos.
Daniela se crece cuando se desviste. En ropa es una chica anodina, de piel canela y regular estatura, que deambula un jueves por la calle 19; una criatura urbana de negros cabellos caminando entre la llovizna, escondiendo muy bien el hemisferio oscuro de su vida nocturna, la cual, si en algo se le insinúa, es en la tachuela ornamental que lleva incrustada en la lengua. Aquí en la grabación, ya despojada de su piel de denim, la chica exhibe unos senos firmes de pezones como aceitunas negras, y un par de curvas que no causarían accidentes en una carrera de Fórmula Uno, pero que funcionan a la perfección para las tomas de retaguardia, y en especial para el instante sublime, trascendental, en que la cámara iniciará su movimiento hacia el interior, en la búsqueda curiosa de un primerísimo primer plano genital.
Ella se lo confiesa a sí misma: está preocupada por el pene de Tapias, y no precisamente por el daño que pueda causarle. Ya aprendió a las malas el desastre que representa una pinga resabiada, por grande y promisoria que esta sea. Aquí no cuentan fama ni promesas, ni frases misericordiosas como aquella de que "mejor chica y sabrosa que grande y perezosa". Aquí cuentan las dos cosas: desempeño y tamaño. Si en la vida real un pene flácido constituye la miseria de un ser humano, en una película porno es la hecatombe. Y así el pene de Tapias tradicionalmente haya sido juicioso y obediente, Daniela no olvida lo que ocurrió en la más reciente producción, cuando un cierto actor protagonista se embelesó contemplando un intercambio sexual entre dos chicas, corrió al baño sin pedirle permiso ni al director ni a don Onán, y pecó en su santo nombre. Luego, cuando le llegó la hora de la verdad, de nada sirvió un tratamiento urgente con lenguas, manos femeninas y hasta plumas de ganso: ni una grúa hubiera servido; a su Señoría no hubo fuerza ni mente que lo levantara, perdiéndose así toda una noche de producción, con alquiler de equipos y locaciones, y honorarios de actores. Y perdiéndose también -para siempre- un actor porno colombiano.
Mao Tapias, primer actor del porno criollo, no parece inquietarse ante el piano que carga sobre su pelvis. Más bien se mantiene gélido como la noche exterior, esa que chorrea por las ventanas del altillo, en un rectángulo de gotitas multicolores. Mao observa a las actrices desvestidas que deambulan impúdicas por el recinto. Nadie adivinaría que en ese preciso instante está nutriendo su cerebro de macho con la perversa materia prima que tarde o temprano tendrá que utilizar. Solo le ha sucedido una vez y con múltiples atenuantes. Fue en una discoteca de pueblo, a la que llegó contratado para un show de sexo en vivo. Pero su compañera de espectáculo olía a diablos y el socio carnal de Tapias se negó a trabajar en esas condiciones. Mao Tapias ese día no fue ningún as de la libido, sino un humillado galán de la marginalidad que debió soportar con rubor la burla ruidosa de una alicorada multitud.
El director llama a escena. Todo está listo. No hay sábanas de satín, ni la utilería resplandeciente que se aprecia en las películas porno de más fortuna. Ni siquiera hay cama, sino un piso de madera que es como un témpano de hielo, un par de puntillas amenazantes a las que hay que esquivar. Pero el libreto de la película Reencarnación sexual así lo dispone:
15. Int. Noche casa
Alrededor de las tablas están Andrés, Yalessa y Zunilda, quienes invocan los espíritus del asesino y la criada. Yalessa echa el naipe y va repitiendo cosas muy extrañas. De la nada surgen y después de muchos intentos llegan el asesino y su cómplice.
Cuarto y último encuentro orgía de Andrés, Albornoz, Yalessa, criada y Zunilda.

Es la primera escena que se graba y la más complicada de las cuatro previstas en el guión. Los actores han suscrito estrictos contratos que los comprometen a una escena de sexo clásico, una de trío, una anal, una lesbian y otra de grupo, las cuales -por norma- tendrán que aparecer con una frecuencia establecida. Es el punch line del porno. Así como en una comedia de situaciones debe ir un chiste cada noventa segundos, en el entretenimiento para adultos tiene que haber un coito cada veinte minutos. Comienzan por el final para evitar que se repitan nefastas experiencias de un reciente pasado. En las primeras películas que se grabaron en Colombia iban de frío a caliente, arrancando con las denominadas escenas de apoyo, es decir, secuencias a plena ropa, dejando el sexo para la última jornada. Pero los productores aprendieron que los actores porno colombianos, en especial las actrices, son tan efímeros como el sol de la ciudad que los alberga. Un día tienen un número celular y a la semana siguiente se los tragó la tierra. "Quedábamos entonces con dos horas de tomas de una niña subiéndose y bajándose de un bus, y ni un solo desnudo", cuenta el productor.
Lo que se hace en Colombia, con más éxito que en la mayoría de los países latinoamericanos, es el llamado next door, un porno casual, término medio entre video casero y una gran producción de Playboy.
-¡Acción!
Daniela, en el papel de la bruja Yalessa, lee las cartas. Para ser una chica de reservado, sin aspiraciones histriónicas, acostumbrada más bien a venderse a borrachos de la noche, no lo hace mal. Tampoco es la alumna más aventajada de Lee Strahsberg, pero su diálogo franco y urbano es mejor que el de muchas de las actrices sobrevestidas que uno ve en horario masivo. A Daniela seguramente no la vamos a ver jamás en Triple A, sino en un canal como el Venus que solo se retransmite en televisión por suscripción. Y aunque un cliente una vez la reconoció, y tomó su carrera de actriz como un valor agregado al contrato de una noche en una cama de mala muerte, con toda seguridad jamás la va a ver su sobrina de ocho años, a quien Daniela le paga puntualmente la merienda escolar; ni tampoco la verán quienes algún día serán sus alumnos, porque Daniela, lasciva actriz por ahora, no ha perdido la aspiración de transformarse en maestra de primaria.
Leídas las cartas, aparecidos los fantasmas de Albornoz y la criada, llega el momento de la verdad. Tapias se quita unos apretados pantaloncillos amarillos y salta al aire frío de la noche el monstruo mítico de la tiniebla capitalina, el invitado especial de la noche, la criatura de ese Loch Ness que yace oscuro entre los recovecos de la mente criolla. Veintidós centímetros certificados, medida tomada no por el diseñador de una reina de belleza que le agrega cinco piadosos centímetros, sino por el jurado de un concurso reciente, en el cual Tapias fue derrotado por un gallo tapao que apareció con el contundente argumento de un veintiséis.
Tapias la sacude tres veces con maestría y la bestia reacciona obediente como uno de esos dummies inflables de los conciertos, exhibiendo a medida que crece una curva pronunciada en el último tercio: en palabras de Tapias -sin evidente jactancia- es la chicana de la muerte para los orgasmos femeninos. Lo que sigue es más un problema aritmético que cinematográfico. ¿Cómo lograr que cinco unidades, dotadas de hondonadas y protuberancias, interactúen durante ciento veinte minutos? El director, un joven temperamental y acucioso, gorro negro de lana en la cabeza, va impartiendo instrucciones a medida que fluye la escena, sugiriendo cambios de pareja o de posición, ordenándole al uno que baje un pie para lograr una toma perfecta de un encuentro oral, o espantándole las nalgas a otro que está obstruyendo la luz.
Hasta ahora no ha habido intercambio genital y eso impacienta a Tapias, quien en un instante corta la inspiración de una escena y exige de mala manera sin dejar de sacudir:
-Hermano, penetremos para aprovechar esta parola.
Pero el director lleva el tiempo con precisión y sabe que -aunque hasta ahora todo ha salido literalmente a pedir de boca- aún falta para lo que Tapias reclama. El director le habla suave y le expone los números del tiempo. Tapias se resigna y retoma la escena. De repente, entre los gemidos colectivos de placer, surge un grito masculino de terror. Es el segundo actor, quien está representando a Albornoz, asesino en el año 1950 y agente inmobiliario en el 2004, el mismo que en la escena número ocho, intenta venderle la casona a Yalessa y -¡quién lo hubiera sospechado!- termina poseyéndola en sexo clásico sobre las mismas escaleras en que un siglo atrás la había asesinado.
Ahora, en plena secuencia final, la sangre de Albornoz no es falsa como la de Yalessa en la escena número dos, la de 1950. Es sangre de verdad que brota copiosamente de su glande malherido, mientras el atribulado actor abandona el plató despavorido con rumbo al baño. Daniela se levanta compungida, un brillo de culpa en sus ojos marrones y delata al responsable a través de sus labios: la tachuela lingual, de la que nadie se acordó. El maletín de producción, además de aceite para simular sudor, vaselina, condones, papel higiénico, pelucas rubias y pelirrojas, dos inmensos penes de plástico, bocadillos veleños para matar el hambre y café para matar el sueño, también tiene enseres de primeros auxilios, y el segundo actor es atendido. Tendrá que terminar la escena con un gorro de plástico, pero eso no es problema: ha llegado la hora de la penetración y el condón es obligatorio.
Tapias y su arma mortal no tienen piedad de nada ni de nadie. Si un momento de flacidez en este caso representa baja eficiencia laboral, entonces Tapias es el empleado del mes. Su lanza curveada se introduce por todo lo que encuentre a su paso arrollador, mientras el segundo actor intenta sobrellevar el ritmo y las actrices -a juzgar por sus gemidos, sus ojos apretados- parecen genuinamente agradecidas, aunque Daniela cuente luego que aquello posee la autenticidad de un combate de lucha libre.
El director se emociona con el resultado y sobre la marcha le imparte instrucciones al camarógrafo para que logre buenos acercamientos de contacto genital. Luego vuelve a abrir el plano y les ordena a todos que hablen a gritos. Comienza entonces un jadeante discurso digno de la academia de la lengua: "Papito", "ay, qué rico", "así, así", hasta que Valentina, la actriz protagonista, suelta una frase discordante que daña el mágico instante de una cinta porno:
-¡Hazme el amooooooor!
El director se queda impávido, como si el demonio se hubiera aparecido en pleno sermón de la misa de seis. El productor se levanta entonces indignado y grita:
-¡Amor! ¡En qué momento se coló esa palabra en mi película!
No hay que ser muy brillante para deducir el efecto que la palabra maldita podría tener en el crescendo del pecador solitario que observa Venus en la sala de su casa, así un estudio realizado el año pasado por la firma Claxon, la propietaria de los derechos de Venus para Latinoamérica, haya revelado que cada vez la realidad se distancia más de ese arquetipo y que el mercado del denominado entretenimiento para adultos avanza hacia las parejas que buscan estimular su vida sexual.
Mansa paloma de la noche impúdica, Valentina pide perdón con su pálido cuerpo desnudo, sus pezones rosaditos, sus ojos compungidos. El director ordena una retoma y les exige a los actores que empleen la imaginación para decir lo que sea que vayan a decir. Al fin y al cabo, ni Shakespeare podría escribir en un libreto las exclamaciones de placer coital.
De repente, cuando todo está listo para la reanudación, retumban golpes abajo, en la puerta principal de la casona. Todos se miran con impaciencia. El productor baja a abrir a regañadientes. Es una viejecita del vecindario, con un cuaderno de autógrafos en la mano, y que acude risueña a preguntar qué están filmando allí. El productor le dice que se trata de una serie familiar para un canal educativo. La viejita se anima y pregunta si hay actores famosos para pedirles autógrafos. El productor le dice que por ahora están filmando los extras. "Mañana es posible que venga Manolo", le dice antes de despedirla y cerrar la puerta.
Se reanuda entonces la didáctica escena de la orgía. Ya falta muy poco para completar las dos horas, de las cuales saldrán treinta y cinco minutos efectivos en la película final, combinando planos abiertos y cerrados, cortando esos momentos en que los actores rompieron a reír cuando se sintieron tan chistosos en un combo sexual de cinco, como si a todo el mundo se le hubiera dado por encuerarse en una buseta a las seis de la tarde; o cuando se produjo el accidente de la tachuela, el cual -revelaría luego la actriz- en realidad no fue un accidente, sino una venganza soterrada por una pelea de chismes con el actor. Eso por ahora solo lo sabe ella y a pesar de la excoriación fálica de su compañero, el incidente no le produce sino demoníacas carcajadas de placer.
Tapias, en cambio, no ha reído una sola vez. Se dispone a eyacular, a vestirse, a acomodar su musculatura de instructor de gimnasio dentro de una camiseta apretada y una chompa roja, a irse para su casa con un rollo de billetes de a veinte en el bolsillo. Allí lo esperará su hija de cuatro años, quien -con la ayuda de Dios- jamás sabrá lo que una vez hizo su padre para poder llevarla los viernes a comer pizza y los fines de semana a tierra caliente.
El implacable pene de Tapias ha logrado reducir la jornada a la mitad de lo planeado. El director y el productor se despiden y le agradecen al actor, quien una vez más ha cumplido a cabalidad. Un asombrado visitante se le acerca a Tapias y le pide que revele su secreto para durar en esas condiciones lo mismo que un partido de fútbol, incluidos los tiempos de reposición, descanso intermedio, dos segmentos de gol de oro y lanzamientos desde el punto penal. Tapias, tan complaciente como lo ha sido en toda la noche, despojado además de cualquier intencionalidad sexual, como si no se ganara la vida a punta de ejecuciones coitales, hurga en los bolsillos de la chompa roja y exhibe su secreto, que no es precisamente un tubo de pomada de mentol chino, sino tres vasos vacíos de avena Alpina y dos bolsas de maní. "Consumo esto justo antes de empezar", dice.
El productor sonríe mientras la estampa hercúlea y ruda de Tapias traspasa el umbral de la puerta victoriana, y sus pasos resuenan en la escalera de madera, rumbo a la piel tibia de su hija y a los ojos fijos de una esposa que no hará preguntas. Lo de la avena y el maní el productor lo atribuye a los misterios de la mente humana, esclava de la sugestión. Reconoce que el rey del porno en Colombia no es un hombre bello, sino que tiende más bien hacia el lado rudo, marcado incluso con una inmensa cicatriz longitudinal que le divide en dos el abdomen, producto de un balazo en otros tiempos. Pero esa es la idea.
El productor, el mismo que reniega del amor, define a su manera una de las paradojas del oficio de pornógrafo:
-A los lindos no se les para bien.

Porno en cifras
Producir en Colombia una película amateur cuesta alrededor de $1.000.000. Se utilizan, principalmente, cámaras digitales video 8 y Mini DV.

La producción de una película profesional requiere un presupuesto de $5.000.000 (pago de locaciones, actores y sala de edición).

Michael Spring Danger, también conocido como Miguel Primavera Peligro, fue el primer promotor de cine pornográfico en Colombia.

La tienda de alquiler Video Pussycat, de la séptima con calle 57, en Bogotá, tiene 4.000 películas en VHS y 500 en DVD. Solo cuatro son colombianas y todas están en formato VHS. En esta tienda se alquilan diariamente entre 30 y 40 películas (la gran mayoría con argumentos heterosexuales).

La mayoría de películas porno en Colombia son ilegales, hechas en casa y vendidas en San Andresito. Los lugares en los que suelen rodarse estas películas son Melgar, Girardot, Cali y Pereira.

Un alquiler de un video en Pussycat cuesta $6.000. Por cada película alquilada, Pussycat otorga una noche de alquiler. Otras películas que están en catálogo tienen un precio de alquiler de $3.000, $4.000 y $5.000. Los clientes especiales, que van por lo menos tres veces a la semana, cuentan con rebajas de hasta $2.000 pesos por película.

En las tiendas Betatonio cuentan con un promedio de 200 películas porno por local, ninguna de las cuales es colombiana. Alquilan entre 30 y 40 por semana, a $5.600 cada una, por una, dos o tres noches, según la categoría.