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14 de mayo de 2009

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Sexo con mis amigos (el lado B de la historia)

Tengo una debilidad: mis mejores amigos. Tanta es mi debilidad que la misma definición de "debilidad" (carencia de energía o vigor en las cualidades o resoluciones de ánimo), en mi caso, se cae de su peso, de su escaso peso.

Por: Alexa
| Foto: Alexa

Llena de vigor y energía (léase: la más brutal arrechera) me los he llevado, muy resuelta y animada de parche (léase: a pasar una noche de pasión sin compromiso) a mi casa.

Pero un día en esas correrías entregué la entrepierna y me salió el tiro por la culata (literalmente). ¿A quién? A mi amigo desde los 14 años. El mismo con el que siempre, como pasa en estas historias, hubo una atracción que sostuvo la cosa durante todo ese tiempo (en el colegio: "Por qué no se rumbea conmigo, si ya se rumbeó con todos mis amigos"; en la universidad: un cuentito pasajero, nada de sexo; después de graduarnos, bueno… una noche bailando salsa en un hueco, todo fue claro). Estaba recién salidita de la universidad, tenía trabajo, hacía una semana me había ido de la casa de mis papás y estrenaba apartamento de soltera —y con el apartamento, una queen size y sábanas demasiado grandes, demasiado limpias, demasiado lindas como para desaprovechar en inocentes siestas solitarias—, de mis poros brotaba la exuberancia de la loca juventud, la libertad y las posibilidades (es decir, cantidades industriales de endorfinas) y, para cerrar con broche de oro tanta coincidencia de los astros, no me echaba un polvo en cuatro meses. Esa noche lo vi todo más claro: ¿qué se habrá hecho Carlitos que está tan bueno? Y lo agarré del saco, le di un beso mojado —nada de romper el hielo, el hielo estaba roto desde hacía años—, y tal como estaba —agarrado por las solapas—, lo arrastré hasta el carro, me lo llevé al mentado apartamento, me le encaramé y, como buen par de amigos que les gusta hacer cosas juntos, tiramos. Después de una noche de sexo casual y un mañanero, después de piropos de fina coquetería como "huy, Alexa, me masturbo pensando en usted desde los 14", después de las dulces complicidades de los amantes ("yo sí sabía, usted es igual de arrecha que yo") y después de un desayuno tipo Cabas (con la variante de incluir silencios incómodos y nada de "bonita") se fue. Sin daño, sin dolor. Un inocente polvo con mi amigo. Error.

A las cuatro de la tarde sonó el teléfono: "Quiubo, ¿cómo le acabó de ir?... La pasamos bien anoche" (traducción directa del masculino: "Bueno, es que yo tampoco soy un cabrón"). De ahí a consolidar un sólido noviazgo —el miedo, sí, señores, de todos ustedes, pero, ni crean también de nosotras— no hicieron falta sino seis meses de forcejeo socio-sexual (que no, que sí, que nada de compromiso, que —ahí vamos de nuevo— cómo la pasamos de bien anoche, ¿almuerzo en la casa de mis papás?). Y, claro, el fin de mi arrecha amistad y del vano sueño de vivir tirando sin compromiso.

Lo que me molesta de todo este asunto no es haber terminado de novia, ni haber desperdiciado mi apartamento en un solo hombre (¡y en tan poco tiempo!). Ni siquiera haber perdido a mi amigo. Lo que me molesta es la llamada. ¿Qué les hace pensar que nos tienen que llamar para demostrar que son unos caballeros?

Hace unos días me encontré con la última edición de SoHo mujeres (la pueden encontrar en la web o, si prefieren, en cualquier chuzo de revistas usadas en el centro), en la que mi querido Lolo, con el que tanto he discutido estos temas, decía en un artículo llamado ‘El sexo con mis amigas‘ que "la amistad por muy cercana que sea no aguanta una exagerada dosis de sinceridad", que dizque porque las mujeres no podemos entregar la entrepierna sin entregar el corazón. Señores: las mujeres también tenemos necesidades físicas, nos imaginamos que nuestros amigos se nos montan y nos la meten, y nos soñamos con que (ay, qué cagada) nos chupan la entrepierna y se lo damos. Pero para tirar con los amigos y que la cosa se quede así, en "amigos", es necesaria cierta dosis de sentido común. Nada de las ambigüedades del tipo "pero es que yo tampoco soy un cabrón", que la mente femenina entiende como "me respeta, y me quiere, me respeta… este sí es", y no como ustedes quisieran "qué muchacho tan atento y tan culto". Para las señoras —porque la historia siempre tiene dos lados—: nada de ese ambiguo "te quiero" que se riega por ahí sin importar raza, sexo o religión, que de la misma manera como se le dice al novio, se le dice al amigo y se le dice al perro. Al parecer, cuando ellos "quieren" —aunque esto es debatible— ellos quieren algo, y nuestra cándida versión de la frase los confunde. Porque seamos francos, en el sexo sin amor es mejor ser rudo que bien educado. Dejemos las buenas maneras en la mesa, donde se conoce al caballero.

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