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21 de octubre de 2010

Viernes en la tarde

Un almuerzo de viernes que comienza en un restaurante y termina en un apartamento prestado, con tequila y un premio inolvidable.

Por: June
| Foto: June

No se pide permiso para dar besos y menos si uno resulta siendo un perfecto desconocido para la otra persona. Por el contrario, a los desconocidos hay que besarlos como si no hubiera mañana, porque mañana van a ser malos conocidos. Después de un beso afanado que se venga lo que se venga, se recibe; oleadas de calor y si se tiene el gusto por lo que tiene todo aquello que tenga menos edad que el licor que estamos bebiendo… mejor.

Era un viernes, tan viernes que me agarró la tarde en la T almorzando con mi mejor amigo. Que no falte el vino, porque ya se acabó la semana y hay que darle la bienvenida al desorden. No es de sorprenderse que en Bogotá lleguen camadas de niñas hermosas a dar lora a un restaurante. La fortuna nos sonrió a él y a mí cuando a la mesa de al lado llegaron cinco nenas y pidieron margaritas. Claramente eran menores que nosotros, y a cual más guapa. Tal vez, el peor hábito que conservo de la adolescencia es que todavía fumo como una descosida y cuando estoy de tragos, peor. En una de mis salidas a fumar, una de las nenas de la mesa de al lado salió justo detrás de mí. Que si tenía fuego… Cuando saqué el briquet y le prendí su cigarro me dijo, con una naturalidad casi perversa, que por qué no las acompañábamos al apartamento de una de sus amigas, que allá había más tequila.

Las niñas son muy necias. Antes de que se terminara su cigarrillo, ya me había preguntado si me gustaba como llevaba el pelo, que qué loción tan deliciosa me había echado. Cuando le pregunté de qué color eran sus calzones, no titubeó ni un segundo y la respuesta fue contundente: el color no importa, lo que importa es que son de encaje. Perfecto.

Nos fuimos en bandada, pero a la mitad del camino todos cogieron para lugares distintos, su amiga le dijo algo al oído, se rio y le entregó las llaves de su apartamento. Le dije que yo también tenía uno, pero el de ella estaba más cerca. Efectivamente, el bar de su amiga estaba bien dotado y sí, las niñas sí que saben. Nada de licores baratos, sacó un buen mezcal, lo acepté, me lo bebí y, para mi sorpresa, la chiquita me dijo que si adivinaba el color de la ropa interior ganaba premio. Negros, siempre son negros. Y el premio fue ella.

Su cuerpo guardaba el prodigio de la humedad. El acelere y el candor de la adolescencia. Me transportó a mis años de colegio. Estar con ella me llevó a verme a mí haciendo exactamente lo mismo que ella me estaba haciendo. Una pasión más grande que ella a la que toca darle forma, agarrar sus manos inquietas y sus besos y llevarlos a que en medio de la agitación tomara una pausa para disfrutar. Alejarla de mí por unos segundos para que viera lo que era estar con otra mujer, que definitivamente no es lo mismo que estar con un hombre. Los tiempos son distintos, la arrechera también: aquí el foreplay puede durar desde 15 minutos hasta cuatro horas. Nadie va a explotar, y si queremos, podemos querernos infinitamente, ya que el placer de una mujer no tiene fin, no existe el inconveniente de que no se pare, pues esa herramienta queda abolida desde el principio. Con otra mujer todo cambia, por fortuna la juventud también ha cambiado y parece ser más receptiva. Su figura menuda y desnuda a la luz del día me llevó a pensar que la vida me estaba sonriendo, la silueta de una niña de 17 años puede enceguecer, emana luz, resplandece. Y a la luz del recuerdo… peor; veo lo que no vi en el momento preciso, será que a ratos la recreo, la imagino. La inexperiencia aparente puede ser estimulante, y digo aparente porque en el fondo todo el mundo sabe que cuando ya no hay ropa de por medio, no queda sino enfrentarse.

A nadie lo mata lo que le falta, le revienta lo que le sobra y la piel de una niña puede terminar no siendo más que un manojo de recuerdos inútiles que no nos sirven sino para reírnos a solas o para querer volver a ese lugar y a ese momento, y atraparla por siempre.