30 de abril de 2013

En mi dictadura

Si yo fuera Pinochet

Si yo hubiera sido Pinochet, por ningún motivo habría encabezado el golpe de Estado de 1973. Y no solo por razones ideológicas. Antes me hubiera separado de mi esposa, la Lucía Hiriart.

Por: Patricio Fernández


Esa vieja, perdónenme que lo diga tan suelto de cuerpo, tan perdiendo la compostura, era un engendro insoportable. Su aspecto de señora de clase media alta chilena, blancuzca, de melena corta y oxigenada, carnes sueltas, carteras chicas, siempre muy ordenadita, pero nunca elegante, hizo de su estética una ética igualmente repugnante. Beata y conservadora hedionda a naftalina, de esas para las que la vida del embrión merece todos los respetos y cuidados que no le conceden a un hombre libre. Muy de arrodillarse ante los curas de su agrado y ante las vírgenes institucionales. Dios aparecía en sus discursos a cada rato, y es sabido que era la verdadera derechista, la “momia” (como les decimos en Chile a los ultraconservadores) de la pareja. Por ella, que Augusto hubiera matado más comunistas. Cuentan que fue la Lucía quien lo empujó a tomar las riendas del golpe.

Durante la Unidad Popular, se le consideraba más bien un milico rojo. Era cercano al comandante en jefe del ejército, leal al gobierno, el general Carlos Prat, a quien el mismo Pinochet, poco más tarde, ordenó matar. Testigos de la escena cuentan que meses antes, cuando otro grupo de militares sublevados rodeó el palacio de La Moneda, Pinochet pidió permiso al presidente Salvador Allende para fusilar a los implicados. Allende debió calmarlo. Él se sumó al pronunciamiento militar a último minuto. Es famosa la historia de que la Tencha, esposa del ya entonces presidente muerto, preguntó qué sería del pobre Augusto, temiendo por su vida, mientras Augusto comandaba las tropas asesinas. Todo indica que fue el miedo a la Lucía quien lo llevó a darse vuelta la chaqueta. Acá las mujeres son bravas, pero las de su especie, además, son infumables.

Ella era de una clase social superior a la suya, por lo que él se pasó la vida intentando trepar. El padre de la Lucía, un político reconocido, no quería que su hija se casara con un teniente. Ahora que recorro un cu´mulo de fotografías de esa época, descubro en el rostro del exdictador cierta dulzura abortada. Aunque se le conocieron unos cuántos amoríos, no constituyen escándalo si consideramos su baja frecuencia. Era un “macabeo”, obediente y temeroso de su mujer. Es un fenómeno frecuente ese de ejercer un poder abusivo, cuando en otra esfera se padece el abuso de poder. No fue un cara de raja, como hubiera intentado ser yo.

Mientras sus secuaces y carniceros se daban la gran vida, abrían y cerraban locales para fiestas privadas, se metían con las vedettes más apetecidas, consumían drogas de primera y al día siguiente salían a cazar humanos, el general se acostaba y levantaba temprano, hacía ejercicios y, cuando mucho, se construía una casa enorme y horrible, inmunizada de placer, una cárcel con más espacio y comodidades que las acostumbradas, pero con una gendarme que lo acicateaba para que fuera más ella y menos él. Yo la habría enviado a la concha de su madre. Y lo mismo haría con los hoy multimillonarios y acomodados y respetables caballeros de los que hice las veces de capataz, como ahora me doy cuenta, ahora que me han dado la espalda y que ponen el grito en el cielo porque me encontraron una cuenta de ocho millones de dólares, cuando el más pobre de ellos tiene cien.

Yo, que nunca me permití grandes lujos, un huevón de clase media media, de liceo fiscal, al que molestaron cuando chico y que nunca las pintoó para gran jefe de nada, no consideré entonces el dato de que solo se reunieran conmigo en el palacio o en mi hogar, porque a los suyos no me permitieron pasar, sus descendientes no invitaron a los míos cuando hicieron fiestas... no dejaron entrar en su pedigrí a ningún Pinochet.

Es inútil que lo diga ahora, después de muerto y poseído por un escritorcillo sin verguenza, pero mi obsesión por mandar también lo fue por obedecer. Maté y torturé, porque eso era lo que esperaban de mí. Mi salvación hubiera sido la rebeldía. Sentarme en la última fila de la clase, hacer dibujitos en el cuaderno mientras el profesor habla, formar parte de alguna patota. Pero era demasiado tímido para eso. Me acomodó más el valor de la obediencia. Ahora este espíritu intruso me tiene escuchando rock y tomando cerveza, hasta un porro de marihuana me hizo fumar, y no quiero volver de aquí al cenicero en que tienen escondidos mis restos. Pasé por encima de muchos para llegar alto, pero nunca me atreví a volar.


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