15 de abril de 2008

Catando vinos de consagrar

Por baratos, muchos iniciamos con ellos. Por paganos, el guayabo nos castigó. Son los vinos de consagrar, un trago dulce y divino del que poco sabemos, pero que Andrés Burgos se atrevió a catar sin temor al pecado. Confesión de una última cena profana.

Por: Andrés Burgos
Con alegría y en medio de una animada charla, Andrés Burgos cató cada uno de los vinos de consagrar que SoHo le dio. Al final, la resaca fue monumental. | Foto: Andrés Burgos

Tengo seis botellas ante mis ojos y una estadística en la memoria que me eriza hasta los pelos de los dedos de los pies. Cuenta la página oficial de la catedral de México, sede de la Arquidiócesis más grande del mundo, que allí se celebran cinco misas diarias, de lunes a sábado, y ocho misas cada domingo ordinario. El número de botellas de vino para consagrar que se descorchan al año en la catedral es de 52. Es decir, se consume una botella por semana.

¿Y estos quieren que yo…?

Está bien. Me voy a dejar de quejas y empinaré el codo, como lo ha venido haciendo la humanidad desde sus inicios. Resulta que el vino fue una de las primeras creaciones del primate con ínfulas. Ya en la Roma y Grecia antiguas situaban sus orígenes en la prehistoria. Incluso algunos arqueólogos se atreven a aventurar la probabilidad de que el primer viñedo haya sido plantado hace siete mil años entre los actuales territorios de Turquía, Georgia y Armenia.

Los vinos que yo debo consumir son, por supuesto, un poco más recientes. Lo que no sabría dilucidar es si eso es mejor o peor.

Mis acompañantes piensan que es peor. Los traje engañados y apenas ahora se enteran de que escanciarán vinos de consagrar. No les tienen especial afecto esos jarabes a la espera de bendición, que aparte de animadores de tías abuelas beatas en tardes lentas, son corruptores de menores curiosos.

­­Mi primera borrachera fue a los siete años con un vino judío Manishewitz que le habían regalado a mi papá —dice uno de mis amigos, quien apenas puede contener las arcadas—. Sabía más dulce que la aguapanela y yo me lo tomé creyendo que era Moresco de uva…

Las consecuencias de un guayabo con vino dulce se aferran con tozudez a la corteza cerebral. Resulta más fácil olvidar las aterradoras imágenes infantiles de nuestros padres sorprendidos en fornicación sudorosa. Por eso, y para atenuar mi culpabilidad, al mejor estilo de nuestro mandatario, levanto una cortina de humo:.

—Alguna enseñanza nos va a quedar. Por ejemplo, vean lo que investigué. El vino mistela o de mistela es un vino muy dulce que se elabora con un mosto rico en glucosa. Se le consume directamente o se le utiliza para preparar otros vinos. Es uno de los preferidos para la liturgia católica.

El tono académico no hace sino empeorar las cosas. Mis amigos por toda respuesta sueltan un "gorronea", que es mucho más insultante que el simple "gonorrea". Esto no me amedrenta y continúo con mi perorata.

—Aunque se especula que el vino que tomó Jesús en la Última Cena fue un syrah, porque en la zona abundaba esta variedad, los best sellers para representar la sangre de Cristo son los dulces. Este hecho tiene raíces prácticas. Está relacionado con el trato que puedan darle al estómago de los sacerdotes que en la misa deban consumirlo en horas non sanctas.

Mi esposa —a quien también traje con mentiras— me obsequia una mirada que quiere decir que el sexo por este año se terminó para mí.

Los solícitos productores de SoHo, para aligerar la tensión, acercan unas copas. Acompañan su gesto de una sonrisa ladina y la completan con un "buen provecho".

Arranco con uno que no tiene más nombre que Vino Blanco de Misa. La etiqueta informa que es semidulce y que lo produce Casa Grajales desde 1977. No es un manjar de dioses pero tampoco un vomitivo, así que me ahorro el chiste sobre la Extinción de Dominio a la vinícola valluna. Incluso mis acompañantes brindan conmigo.

Gloria Álvarez, la directora de producción de Grajales, dice que ellos producen entre veinte y treinta mil cajas al año —cada caja son nueve litros, doce botellas— en todas las referencias de vinos de consagrar y que el 85% se va al consumo normal. Pues bien, anótenme dos a mí, porque la siguiente también tiene el mismo origen.

Se llama Juan Pablo II y un par de tragos bastan para que mis papilas gustativas piensen que a lo mejor habría sido más agradable la amargura de un Benedicto XVI.

Una copa de Gran Conalio, que también es blanco, evita que la cosa se ponga color de vino de consagrar. Pertenece a Bodegas del Rhin y su sabor es menos aterrador de lo que anuncia su tapa rosca.

A esta altura hay deserción masiva y quedo bebiendo solo. La cabeza me empieza a dar vueltas. Quienes me abandonan son unos apóstatas. No entienden que estamos celebrando una cadena histórica: Dionisio, el dios griego del vino, se transformó en Baco, una deidad romana, y de ahí, a través del desarrollo indisociable de Roma y el cristianismo, se llegó algunos años después a esta crónica de SoHo.

Ni siquiera la Ley Seca, cuando entró en vigor en 1920 en Estados Unidos, pudo con el tesón del vino de consagrar en su camino hasta mis labios. Los curas durante ese período prohibicionista contaban con un permiso especial para emplearlo en la misa.

Brindo por eso con una copa abundante de uno chileno, que le agrega dulce al dulce y confusión a mi sinapsis. Lo más interesante de este vino es la información de la etiqueta. Alguien me la tiene que leer —pues ya no soy capaz de enfocar— y luego repetir en voz alta debido a que a ratos me distraigo en desvaríos enfermos.

La etiqueta reza: "Certifico que de acuerdo a los antecedentes presentados, el vino blanco Puro Semi Dulce elaborado por Viña Canepa es apto para la elaboración de la santa misa". Firma Roberto González, notario del Arzobispado de Santiago.

¿Cuáles son los requisitos que debe cumplir un vino para ser consagrado en la misa? El Código de Derecho Canónico al referirse al vino de misa en su canon 815, parágrafo segundo, establece: "El vino debe ser natural, de la planta de la vid, no corrompido".

En últimas cualquier vino es válido siempre y cuando no esté adulterado. Los grados de alcohol no tienen importancia, de ahí que estos en general varíen entre los once y los quince grados. El vino sin alcohol está aprobado por el Vaticano para sacerdotes víctimas del alcoholismo.

Pero si de ponerse quisquillosos se trata, entonces lo mejor es seguir los preceptos del Compendio moral salmaticense: "Es más conveniente usar de blanco, que de tinto o rojo por ser aquel más limpio, y más propio de la pureza de este Sacramento. Es también muy laudable, y conveniente a la reverencia de él, valerse del vino mejor, o por lo menos de mediana calidad, y que sea grato al paladar".

Dentro de esa misma regulación son materia nula los licores que se exprimen de otros frutos, o yerbas. También el vinagre, porque en él ya pasó el vino a otra especie. También es materia nula el aguardiente, lo cual suena lógico pues nuestro veneno nacional debe estar mucho más cerca del diablo. Sin embargo, los vinos que remataban mi bacanal hicieron lucir al destilado de caña como un elíxir celestial.

El Joan Sardà (con tilde para el otro lado) tiene una botella ampulosa —que bien podría ser prima hermana de una lámpara Baccarat— y es, según las malas lenguas, el preferido de los clérigos. No suele durar más de ocho o diez misas. Es tan dulce que no desentonaría como aderezo de tostadas francesas. Imagínense tomar sirope, con cola granulada y Lecherita mientras leen un libro de Ángela Becerra, ven una película de Tornatore y escuchan Il Divo.

El broche de oro viene en una botella verde, reciclada, sin etiqueta, que los productores de SoHo han incluido en la lista con evidente mala intención y que pretenden justificar diciéndome que es un vino que venden, bajo de cuerda, unas monjitas. Alcanzo a tomar un trago y salgo a la calle a regurgitarlo. Tengo todavía la botella en la mano y se la ofrezco a un indigente desdentado y harapiento que pasa por ahí. "¡Huy, ni loco, parcerito", dice antes de huir mirándome con ojos aterrorizados.

Glosa: por favor, señores del Invima, en las calles colombianas hay menjurjes verdaderamente peligrosos. Así que dejen de andar jodiéndoles la vida a los indígenas colombianos y prohibiendo sus productos de hoja de coca. Cojan oficio.

Lo extraño de todo este asunto es que al terminar la cata, que incluye sucesivas repeticiones, no me siento mal. Es más, el bienestar me embarga. Mientras un calorcito extático me cobija, una voz, gutural e ininteligible como la de Shakira, llega de alguna parte y empieza a revelarme verdades.

De repente todo está claro. ¡Los homosexuales se van a ir al infierno por querer acabar con la familia tradicional! ¡El gustico hay que aguantárselo! ¡El uso del condón no se puede recomendar, ni siquiera para combatir epidemias de sida en áfrica! ¡Si alguien hace una parodia de la Última Cena hay que judicializarlo! ¡Dios no quiere a los divorciados! ¡Tomás de Aquino no habría aprobado la investigación con células madre! Lanzo un alarido místico y me desmayo.

La resaca se la pueden imaginar. En todo caso, las palabras no alcanzarían para describirla. Pero más que el malestar físico, me aterra la visión que he tenido del monstruo, un basilisco que habita en los terrenos donde no llega el sentido común. Después de jurar que nunca más, y con el resuello que me queda, balbuceo unas palabras que salen ahogadas por un tufo que durará varios días. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa.