15 de febrero de 2010

El mal hermano

La misma sangre, la misma familia, pero poco en común. Testimonio de un hombre que no se soporta a quienes deberían ser su lazo más fuerte.

Por: Jaime Bayly
Ilustración Andrés Barrientos | Foto: Jaime Bayly

Sabes que ese sujeto es tu hermano porque así te lo dijeron desde niño. Cuando te dicen que tal persona es tu hermano, no dudas de que la información es verdadera, de que dicho individuo está emparentado contigo, de que nuestros padres no podrían estar mintiéndonos.

Desde ese momento, un momento que casi con seguridad no recordamos, todos parecen esperar que ese hermano y uno tengan una relación cordial, afectuosa, fraternal, una relación superior a la de los amigos, una relación de hermanos que se quieren porque los une un lazo de sangre que impone cariño, lealtad, preocupación por el otro, una suerte de complicidad incorruptible en la travesía que es la vida.

Se espera entonces que los hermanos sean más que amigos, se quieran más de lo que se quieren los amigos, y que ese cariño sea espontáneo y surja por el mero hecho de ser hermanos. Esto es lo que esperan, por lo pronto, los padres, los abuelos, los tíos, los primos y, si los hay, los demás hermanos.

Sin embargo, bien pronto esos hermanos descubrirán que, a pesar de las altas expectativas que se han cifrado en ellos y su afecto fraternal, no solo no se reconocen como amigos, sino que la relación está envenenada por sentimientos turbios, como los celos, la envidia, el rencor, las ganas de ser mejor que el otro, el afán por superarlo, eclipsarlo, humillarlo, el deseo de ser el más querido por los padres o los otros hermanos. De modo que los hermanos, sin saberlo ni desearlo, se encuentran, ya precozmente, en posición de competidores, aun si no quieren competir, o si uno de ellos renuncia a tal competencia, pues, a los ojos de los demás, hay ya una competencia no declarada, soterrada, para ver cuál progresa más deprisa, cuál es más ganador, cuál más virtuoso, admirable o ejemplar.

Resulta inevitable, por lo tanto, que los hermanos, desde niños, y sobre todo cuando empiezan a ejercitar su libertad, se perciban a sí mismos no como amigos, sino como competidores, como rivales, y eventualmente como rivales encarnizados, y eventualmente como enemigos, dado que el destino los ha puesto en esa indeseada tesitura: la de disputarse un espacio de privilegio en los afectos familiares y en la vida misma.

Por consiguiente, es infrecuente que dos hermanos encuentren la manera, a pesar de ser competidores, rivales o enemigos, de firmar un armisticio que consista en renunciar a la competencia y sentir placer en el hecho de percibir al otro como una persona más estimable que uno mismo, o al menos una persona con unas virtudes o unas calidades de las que uno carece y de las que podría aprender. En ese insólito momento en que los hermanos desisten de seguir compitiendo y se reconocen como individuos que se han visto enfrentados por la mano caprichosa del azar, es probable, aunque no seguro, que pueda surgir entre ambos algo parecido a la amistad. Es decir, que los hermanos, para ser amigos, deben dejar de ser hermanos ante todo, porque comprenden que la amistad es un sentimiento superior al de la hermandad, un sentimiento que se elige, que es voluntario, que se renueva y enriquece día a día, no como los lazos de sangre, que son impuestos por el destino, unos simples accidentes genéticos que no garantizan el florecimiento de una amistad y más bien suelen desencadenar los peores enconos y las más feroces enemistades (casi siempre por dinero, siendo el dinero una medida del éxito, o del éxito que los hermanos tienen ante sus padres, ante los demás).

La mayor parte de mis hermanos son mis competidores y algunos son mis enemigos y no hay nada entre nosotros que bordee o se aproxime a la amistad. Tengo siete hermanos y solo soy amigo de uno de ellos. Los otros son, en el mejor de los casos, mis competidores (que se alegran cuando me va mal y desean que me vaya mal para que, por comparación, a ellos les vaya mejor) y, en el peor de los casos, mis enemigos declarados, que hablan mal de mí en público y en privado (sobre todo en privado; en público lo hacen solo cuando están muy borrachos), que menosprecian mi trabajo y sienten repugnancia por mi estilo de vida y a quienes nada de lo que haga (un libro, un programa, un artículo) les parecerá aceptable sino reprobable y bochornoso.

Curiosamente, de esos seis hermanos que no son mis amigos, por lo menos dos han querido competir conmigo, no ya en la disputa por los afectos familiares, sino en el ámbito del trabajo y la vida pública (lo que hacía más visible o risible dicha competencia). Esos hermanos no pudieron aceptar el éxito (para ellos, inmoderado e inmerecido) que yo tenía en la televisión y se propusieron competir conmigo en esa feria de las vanidades y tener más éxito que yo. Por desdicha para ellos, ninguno tuvo éxito y todos se resignaron a unas vidas públicas signadas por la discreta medianía en un caso, y la patanería y la arrogancia en el otro. De esos hermanos no queda ya sino el brumoso recuerdo de que quisieron triunfar en la televisión, pero el público no fue piadoso con ellos y los expulsó como quien se deshace de una secreción o una ventosidad. Uno de ellos concedió cierta vez una entrevista a la televisión y declaró que no leía mis libros. Preguntado por qué, sentenció: "Porque no leo libros de maricones". Otro declaró alguna vez a un periódico: "Jaime no ama a mi mami. Yo sí amo a mi mami". Tan tremenda afirmación me dejó una sensación de desasosiego e impotencia, pues no había manera de probar una cosa ni la otra, y solo era evidente que ese hermano se reafirmaba en su condición de enemigo pugnaz, belicoso y de muy corto entendimiento. Tengo otro hermano, que también pasó por la televisión (o fue atropellado por ella), pues aparecía perpetrando patanerías, zafiedades y vilezas que él creía muy cómicas, pero que a las víctimas de sus emboscadas chocarreras les resultaban muy desagradables, y que, como era previsible, fue despedido por gañán e insufrible, y que en los últimos tiempos ha salido a insultarme, a decir que estoy subido de peso (como si él fuera un efebo, un alfeñique, un anoréxico, un eunuco mustio) y que tiene ganas de pegarme porque no sé tratar con respeto a las mujeres. (Si sé o no tratar con respeto a las mujeres, ya sería tema de otra columna. Lo más probable es que, en general, y salvo contadas excepciones, yo no lo sepa y el cachafaz de mi hermano lo sepa menos que yo).

Todo lo cual confirma que de mis siete hermanos al menos tres son mis enemigos (el que afirmó que no leía "libros de maricones"; el que armó un escándalo cantinero cuando entrevisté a mi madre, alegando que dicha entrevista constituía un agravio a la memoria de nuestro padre muerto; y el que aparecía en televisión agrediendo a gente inocente, asustando a señoras incautas, humillándolas con modales de matón de pacotilla, y que ahora ha salido a insultarme sin razón alguna o porque es mi enemigo de un modo genético, inexorable, de un modo que el masivo consumo alcohólico hace más patente) y otros tres hermanos que, no siendo mis enemigos, podrían serlo en cualquier momento (y quizá están entrenándose para ello) y se contentan con ser mis competidores, cordiales en el mejor de los casos, sañudos o severos en el peor.

Me queda el consuelo de que ninguno de esos pipiolos sin escrúpulos que quisieron invadir mi pequeño territorio iluminado por pálidas luces de neón consiguió su innoble propósito, el de sacarme a empellones, codazos, salivazos y puntapiés y afincarse allí donde yo había montado mi quiosco o chiringuito de afectado niño terrible. El público no los quiso, los repudió, los desdeñó, y por eso ganaron premios como peor locutor, peor animador, peor persona del año (premios muy merecidos, por cierto) y tuvieron que dedicarse a otras actividades menos públicas y lucrativas, dándose tiempo, desde luego, de escupir alguna mezquindad contra mí cuando les ponían una cámara enfrente por el mero hecho de que ese borracho parlanchín era sobre todo, y por desgracia, mi hermano, pequeño detalle que el ebrio deslenguado no parecía advertir.

Queda claro entonces que tengo siete hermanos, que tres de ellos son mis enemigos jurados y con ganas de darme una paliza (sin que yo haya provocado tal animosidad: ella surge porque somos naturalmente distintos, opuestos y rivales) y que otros tres son mis competidores (uno de ellos se molesta mucho cuando le dicen que se parece a mí) y que uno, solo uno de mis siete hermanos, es mi amigo, el más amigo de mis hermanos y el más hermano de mis amigos. Cuando estamos juntos, el sentimiento que prevalece no es el que nos fue informado cuando éramos niños (que nacimos de un mismo padre y una misma madre), sino el que nosotros hemos elegido: el de ser amigos pendencieros, toreros que se asisten para burlar al toro en el ruedo azaroso que es la vida. Ese hermano, que vive en una ciudad lejana, es accidentalmente mi hermano, pero lo definitivo y perdurable entre nosotros es que es mi amigo en las buenas y en las malas. Si me dijeran que alguna prueba genética ha demostrado que no es mi hermano, o no lo es del todo, nada cambiaría, seguiríamos siendo amigos fraternales, leales, dispuestos a socorrer al otro y mejorarle en lo posible la vida, como me auxilió cuando enfermé y no dudó en tomarse un avión, como me consuela con palabras alentadoras cuando algún hermano me agravia por envidia, celos o mera estupidez. El honor que me hace sentir su amistad compensa sobradamente la deshonra o el oprobio que siento cuando recuerdo que soy hermano de ciertos sujetos patibularios que por fortuna no serán nunca mis amigos y a los que espero no ver ni en navidades ni en sus cumpleaños ni en mi sepelio ni en la otra vida si hay otra vida.