14 de junio de 2005

2 La televisión de ayer

Por: Ricardo Silva Romero

Desde marzo de 1981 hasta hoy, he visto televisión todos los días. Creo que tenía un poco más de cinco años cuando me puse en la tarea por primera vez. Y calculo que las sesiones diarias han durado unas dos horas por lo menos. Teniendo en cuenta que desde entonces han pasado 24 años, 284 meses y 8.766 días, puedo jurar, por Dios, que he pasado 17.533 horas de mi vida frente al aparato: el seis por ciento de mi biografía. Por supuesto, es una cifra escalofriante. Me he levantado con ella en la cabeza. Y por eso, creo, he querido escribir las palabras que siguen. Que son, no me cabe duda, un valiente testimonio. Una prueba de que mi memoria está contaminada por las series, las telenovelas y los concursos.
Lo más absurdo que me viene a la cabeza -lo primero- es una sección de un programa juvenil que se llamaba Telectrónico. Creo que hablo de 1982. Y que era el único juego en el que el televidente podía participar directamente: gritaba "pao" por teléfono para que una persona, en el estudio, le disparara a un blanco móvil en su nombre. Era una vergüenza. Una situación casi tan denigrante como la que vivieron, todo por un premio, los participantes de un concurso de "citas a ciegas" llamado Adán y Eva (¿alguna pareja de esas funcionó?, ¿la gente que apareció en el show vive una vida normal hoy en día?) cuando se vieron obligados a gritar "arriba, arriba, arriba" o "abajo, abajo, abajo" para salir de un laberíntico edén virtual de los tenebrosos tiempos del atari.
Tengo buena memoria para actores, momentos y programas de la televisión que a casi nadie le suenan. Ninguno de mis amigos se acuerda de una comedia que duró unos domingos, Los frescos, en la que varios retratos al óleo adquirían vida cuando nadie los estaba mirando. Todos parecen haber olvidado que los martes por la noche transmitían una extrañísima serie de suspenso, Zarabanda, en la que los personajes principales se perdían en un pueblo fantasma poblado solo por ancianos. Conozco a una persona que también vio los pocos capítulos de una serie humorística llamada La de los tintos, pero nadie, hasta este día, ha querido creerme que alguna vez, quizás en 1988, presentaron una serie policíaca colombiana titulada Arcángel: el protagonista viajaba en una moto.
Recuerdo momentos televisivos, decía, de los que pocos parecen tener memoria. Por ejemplo: el maestro don Chinche le hizo algunos arreglitos a la familia Vargas en Dejémonos de vainas, ‘el Happy‘ Lora hizo el papel de un electricista en ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, la Alondra de Amar y vivir gritó emocionada "juepucha: estoy preñada de Joaquín" en un separador bogotano. ¿No es cierto que en las tardes, después del colegio, presentaban un Quijote futurista hecho en el Japón?, ¿no es verdad que en el Canal Once daban una serie alemana que contaba la vida de un futbolista llamado Manni?, ¿no hacía el cantante Moisés Angulo la voz del monstruo Guri-Guri en la telenovela Calamar?, ¿no daban los sábados un divertido Drácula criollo, protagonizado por Julio César Luna, bajo el título de La hora del vampiro?, ¿no era burocrática la presencia de Toño Chávez, el comentarista arbitral, en las transmisiones de los partidos de fútbol?, ¿me soñé que el enano de El show de Jimmy, miembro de los Meros Recochan Boys, respondía al alias de "el borona" en Amar y vivir?, ¿Félix de Bedout le dijo "gracias, Cheyenne" a Chayanne en el set del Noticiero Nacional?, ¿no era la señora disfrazada de niña en Los dummies mucho más cínica que los adultos aniñados de El Chavo?, ¿los Walton se gritaban "buenas noches, abuela" o "buenas noches, John Boy" hasta las tres de la madrugada?
No le he podido perdonar a la televisión, hasta hoy, ciertos deslices: la frase "Señora Isabel: la amo" sigue poniéndome de mal genio; la llegada de ese extraterrestre llamado Alf a la familia más tonta entre las familias tontas del mundo (¿no son seres más avanzados los marcianos?) aún me molesta un poco menos que el odioso Webster haya conseguido padres adoptivos. Me entristece que Howie Munson, eterna mano derecha de Colt Seavers en Profesión peligro, después haya aceptado ser el subalterno de un detective enano llamado El hechicero. Creo que Escalona ha sido una de las mejores series colombianas, pero todavía me incomoda la cola del diablo en el capítulo final. Considero que no han debido dejar que Donna Martin se graduara de la "prepa" Beverly Hills 90210: desde la aparición de Godines, en el salón de clases de El Chavo, no había sobrado tanto un personaje dentro de un programa de televisión.
Mi memoria está llena, también, de extraordinarios programas colombianos a punto de ser olvidados. Venganzas tan absorbentes como las de El segundo enemigo, El ángel de piedra y Lola calamidades nos lo enseñaron todo sobre el melodrama. Series como El círculo, Revivamos nuestra historia, Castigo divino o Vivir la vida llenaron, no me cabe duda, nuestros vacíos culturales. Y telenovelas de la altura de Caballo viejo, San Tropel o Loca pasión nos malacostumbraron a los buenos personajes. La pregunta es: ¿sería imposible grabar aquellos programas en estos tiempos de engendros culturales?, ¿los protagonistas, al menos uno o dos, tendrían hoy el acento equivocado?, ¿estamos ante un nuevo televidente que admira a los galanes aceitosos de la bochornosa Pasión de gavilanes o ante unas productoras monstruosas que obligan al público a ver lo que han decidido los analistas del mercado?
No tengo ni idea. Solo sé que esos programas no volverán, que hay poco para ver en los canales de hoy y que estos son los días de realities que impiden la realidad. Y de verdad lo lamento. Porque las 17.533 horas que pasé frente al televisor me sirvieron tanto como las clases del colegio y un poco más que las de la universidad. Porque hubo un día en que la televisión colombiana, ante las dificultades de nuestro cine, nos salvó de no tener historias comunes: algo tengo que decirme ahora que ha quedado claro que, desde que tengo uso de razón, he perdido mucho tiempo.