10 de diciembre de 2003

La tia cuchibarbie

Por: Gonzalo Valderrama

La tía Gladis ya merodea los 50, cálculo que tiene un margen de error de 10 años hacia adelante y hacia atrás. Gladis merodea a los 50 amigos de sus 50 sobrinos, amigos entre los 15 y los 25, carentes de ganas de tía ajena. Ella nunca estuvo buena cuando le correspondía y solo hasta la víspera de la menopausia se preocupó por agradarle al género masculino, justo cuando ya no le interesaba a sus coetáneos, demasiado jartos para ella, la vanguardista, la chifloretas, la irreverente, la que sí entiende a esta generación, la que quiere estrenar el sexo de todo vecinito imberbe que se le atraviese en la sala comedor, la solterona, la sardinera, la cuchibarbie.
El término cuchibarbie, para que lo capten los nacidos antes de Woodstock 69, proviene del híbrido de las palabras cucha (coloquial manera de llamar a las hembras de la tercera edad) y Barbie (apócope de Bárbara, la muñeca más popular de la postguerra). O sea: cuchibarbie es una vieja con ínfulas de muñeca juvenil y en el caso masculino equivaldría a cuchiken.
Gladis, la tía, es todo eso y lo siguiente...
Se baña diariamente y se arregla metódicamente, diseñando las armas fatales con las que atrapará a su presa impúber de fin de semana... pero no parece: la flacidez de sus axilas y la sequedad de su piel de zapa contradicen sus intenciones. En la película de su sexualidad, se imagina despampanante, pero es, tan sólo, decepcionante. Si tan sólo admitiera su edad y su caducidad como vampiresa criolla tal vez lograría algo. La honestidad abre puertas insospechadas. No es que esté del todo mal: aún aguanta (en tiempos de guerra, cualquier hueco es trinchera), es la actitud lo que la hace indeseable. Por lo demás, es un carnaval ambulante: echa chistes verdes, enseña a bailar a los inmóviles, ameniza las fiestas de fin de año y los cumpleaños, invita a cine y a paseos, cuenta anécdotas top secret de sus demás parientes... pero, en el fondo de su libido, yace el hambre de cuerpos vírgenes, hambre que no sopla... "¡Uf, Juanca, yo no sabía que tenías un amigo tan ‘churro‘!... ¡Venga, mijo: no sea tímido que yo no como gente! ¡Cómo está de grande usted, hola! ¿Cuándo me saca a rumbear?".
A la pobre Gladis sí que le gusta el traguito, incluso la yerbita. Cuando se toma sus guaros, la sangre se le alborota y es una lubricación ambulante: agarra sin permiso a todo ciudadano reciente para que baile, a regañadientas, La feria de Manizales, La escoba, El mosaico Imperial y, cuando está atrevida, El aserejé o El gorila. Lo hace sin descaro, embutida en un slack de cuero de tía de becerro, que le llega hasta el diafragma; el tórax semicubierto por una blusa transparente de malla negra, telaraña en la que atrapa sus deseos de volver a sentir aquello nuevamente. Baila con cara de agonía, blanqueando los ojos, tomando de la punta de los dedos, las manos de nosotros, su evasiva esperanza de conexión con lo real. Luego de 333 ochos merengueros, cae rendida en el sofá, a comer pavo por enésima vez. No faltará, eso sí, el amigo cuchibarbista que le dé su merecido... y pase, gratis, a la madurez.
No le demos tanto palo a la tía Gladis (cosa que ella agradecería en estas noches solitarias); dejémosla en paz: ella es un miembro del álbum familiar al que hay que respetar. Sin su dionisíaca influencia, nunca habríamos conocido el sentido del deseo. Si tú, amiga lectura, no aprovechas esta época de libertad, puedes llegar a ser la tía Gladis de nuestra prole desencantada.