19 de noviembre de 2010

Lo que detesto de las mujeres

Razones por las que las mujeres debemos dejar de un lado las definiciones de mujer que hacen de nosotras los gays y los heterosexuales.

Por: Marianne Ponsford
_ | Foto: Marianne Ponsford

Me pregunto si a esta misma revista —hecha, como debe ser, por hombres— se le ocurriría hacer una sección escrita por hombres y llamada ‘Lo que detesto de los hombres‘. Sospecho que les parecería un tema demasiado vago, demasiado general. Lo que algunos hombres detestan de otros no se debe jamás a algo que (para ellos) se desprenda de su condición masculina, sino a defectos particulares de un único individuo: la corrupción en un senador, la cursilería en algún actor, la insolencia de un alcalde, la vanidad de un escritor. Pero cuando se piensa en el género femenino, en cambio, cualquier particularidad, defecto o virtud del carácter de una mujer siempre se juzga en relación con la condición femenina. Sea para decir que esa mujer no actúa como las demás o para decir que sí. ("Eh, cómo está de fea Patricia. Es que las mujeres sí se acaban después de tener hijos". "Ay, hermano, ando peleando con mi esposa, las mujeres si son muy jodidas de entender". "No, es que Lucía es muy rara. No le gusta ir de compras").

El resultado de esa estrecha lógica mental es que la condición femenina es mucho más determinante de nuestro ser que la masculina del ser de los hombres. O para decirlo de otra forma, ellos tienen el privilegio de ser individuos, mientras que nosotras acarreamos, ante todo, el fardo de nuestra sexualidad.

Lo que detesto yo de las mujeres es que hayamos absorbido esa lógica masculina dominante de una manera tan profunda. Eso equivale a detestar a tunisios por querer parecerse a los romanos en tiempos del Imperio, o los colombianos por querer parecerse a los gringos. El dominador no es una simple figura enemiga: en el fondo deseamos parecernos a él, bien sea complaciéndolo o asumiendo su lógica mental. Eso hemos hecho las mujeres. Hemos asumido como propia una narrativa masculina sobre nosotras mismas.

Ustedes dirán: pero es que las mujeres sí son muy cantaletudas. O a las mujeres sí les gusta ir de compras. Claro que sí. Sí podemos generalizar sobre el sexo femenino. Pero es que tenemos que aprender a generalizar sobre el sexo masculino también. Y para eso, tenemos que reflexionar sobre cómo son los hombres. Sobre cómo está tejida esa compleja filigrana de la condición masculina, del ego de los hombres. Y eso, me temo, no lo hacemos muy a menudo nosotras porque vivimos pensando en nosotras mismas. Nos miramos a través de los ojos de ellos.

Pero no solo asumimos esa lógica masculina en el terreno de la narrativa sobre nuestra identidad. También lo hemos hecho con nuestra propia imagen física. El siglo XX ha puesto sobre la mesa esta circunstancia. Pongo un ejemplo: a partir de los años sesenta del pasado siglo, cuando tímidamente Occidente comenzó a aceptar la homosexualidad masculina y los gays a construir sus arquetipos sociales, una de las profesiones en la que se sintieron cómodos fue la de diseñadores de modas. (Y la de estilistas, y la de maquilladores…). Pero diseñadores de moda femenina. Así, de las lujuriosas curvas jamonas de Marilyn en los cincuenta, pasamos a las esquelética y nalguichupada constitución de Twiggy en los sesenta. Los gays habían comenzado a definir cómo debíamos ser las mujeres y, ya que su ideal de belleza es un hermoso efebo de 16 años, nosotras tuvimos que abandonar las caderas, las tetas, la tan erótica pancita de garota, la naturaleza del generoso culete, para volvernos gamins, tomboys, chicas-chico: Pelicortas, con el pantalón sostenido por los picudos huesos de la pelvis (no, no, no hay que tener cintura) y flaquitas y altas como el efebo. ¡Y lo aceptamos! ¡Y nos pusimos a la tarea de dejar de comer! ¡Y nos cortamos el pelo!

En América Latina, el modelo de imagen femenina gay que más éxito tuvo no fue ese: fue el del travesti. ¿Cómo así? Pues así. En el reinado de belleza de Cartagena, por ejemplo, se vio de manera evidente: a las niñas candidatas se las disfrazaba (especialmente en los años ochenta y noventa) de hombres-disfrazados-de-mujer. Y como ridículas Cármenes Mirandas (un incontestable ícono gay), las niñas salían a desfilar con 28 toneladas de vaya usted a saber qué absurdo invento de un gay (todo el oro de Guatavita en la cabeza, la fantasía marina caribe, con ballena y todo, en fin), maquilladas no como mujeres sino como travestis (pestañas postizas gigantescas, kilos de maquillaje de colores absurdos, empasteladas de base como para tapar una barba que no tenían).

En cualquier caso, sea travesti o tomboy, el hecho es que no han sido mujeres diseñadoras las que han definido la imagen física femenina. Por supuesto, las cosas han comenzado a cambiar. Y miren la diferencia: ¿Ustedes se imaginan a Yves Saint-Laurent o a Dolce & Gabbana abanderando una campaña de concientización del cáncer de seno como lo ha hecho Carolina Herrera? Imposible. Ni a los efebos ni a los travestis les da cáncer de seno. A las mujeres de verdad sí.

Es largo el camino. Yo quisiera que las mujeres aprendiéramos a ser mujeres. Que no nos dejáramos definir, ni física ni emocionalmente, por los hombres. Que no asumiéramos como propia esa mirada. Ni la del heterosexual, ni la del gay, ni la del asqueroso asesino mafioso que nos quiere brutas e hinchadas de silicona, deformes. Y odio, profunda y rabiosamente, lo difícil que es ese camino, lo arduo que es subvertir la triste y contradictoria y sumisa lógica del colonizado.