17 de junio de 2011

Guía

“Mi amor, te presento a Colombia”

¿Cómo reciben los colombianos a un extranjero que viene a visitar a su novia? Una periodista nos cuenta las experiencias de Thomas, su novio francés, con sus tíos, el aguardiente y las mujeres locales.

Por: Ana María Durán Otero

“¿Pero de verdad estás pensando venir hasta aquí, Thomas?”, pregunté desesperada.
“Claro que sí, mon amour, y de una vez aprovecho para conocer Bogotá y sus alrededores”, contestó emocionado, como si ya hubiera pensado en los paseos y en las rutas que recorreríamos juntos.

Mientras viví en Francia, Thomas siempre me dijo que algún día vendría a Bogotá a visitarme porque sabía, estaba seguro, de que Colombia no era como los medios la mostraban. Quería conocer a fondo el país de Íngrid Betancourt, aquel lugar lejano, peligroso y exótico que durante tantos años los franceses se encapricharon por comprender y del que, tras su liberación, se olvidaron para siempre.

Ese mismo jueves Bogotá lo recibió con el clásico aguacero de las seis de la tarde, seguido por el tráfico infernal de las siete de la noche. Después de esquivar en el aeropuerto mariachis y familias enteras con carteles de colores dándoles la bienvenida a sus parientes que venían del extranjero, nos metimos finalmente en el primer taxi que encontramos, el lugar perfecto para conocer la idiosincrasia colombiana, gracias a los perritos de terciopelo que mueven la cabeza con cada hueco, las vírgenes inmaculadas pegadas al lado del aire acondicionado, los peluches colgando del espejo retrovisor y una pantalla pequeña ultramoderna con DVD, música crossover, radio y GPS. En el baúl, el vehículo mostraba los nombres de los hijos del conductor marcados con letras gordas cortadas en contact verde. Y así, el taxista, al saber que viajaba con un extranjero del viejo mundo recién desempacado, durante el recorrido de dos horas y media del aeropuerto a mi casa, compartió con nosotros su exclusivo repertorio musical “para que el franchute se vaya adaptando a las parrandas colombianas”.

Cuando entramos al apartamento, la mesa del comedor parecía una tienda de pueblo: un enorme frutero con mandarinas, feijoas, curubas, uchuvas y granadillas, una bandeja envuelta en papel celofán rojo con pandeyucas, almojábanas, buñuelos y roscones, y dos refractarias con las especialidades de mi abuela: dulce de papayuela y postre de natas. Hambriento y cansado, sus ojos iban y venían ante semejantes manjares, pero le sugerí guardar campo para la comida a la que iríamos más tarde. “Es mejor que te bañes, tenemos que irnos pronto”.

Llegamos a la casa de mi tío Fernando, quien vivió durante algún tiempo en el París de Mayo del 68, y a quien mi abuelo devolvió a Bogotá por miedo a que terminara convirtiéndose en un mamerto socialista y, además, colombiano. Primos, tíos y abuelos, en fila, lo abrazaron emocionados y lo atosigaron con picos dobles en cada cachete con el respectivo “bonyurt”, como el yogur.

El tío sacó la botella de aguardiente —“una de las bebidas más fuertes del mundo”, le dijo— y, mientras llenaba las copitas de barro de Ráquira, Thomas me sonrió asustado. Todos gritaron al unísono un “chin chin” y se lo bebieron de un solo tacazo. Mientras se servían el segundo trago, él, como buen francés, respetuoso y educado, se quedó estático sin saber muy bien si quería seguir o si prefería irse al baño a vomitar aquella bebida peligrosamente azucarada. Ya con sus traguitos encima, mi tío Fernando le contó sus inolvidables historias sexuales con muchachas parisinas “mucho más libres y abiertas que las bogotanas” y luego, un poco avergonzado, le cambió de tema preguntándole sobre el origen de su apellido, la situación política y económica de la Europa contemporánea y el papel de Francia durante la Segunda Guerra Mundial. No pudo terminar la conversación sin morbosearse a Carla Bruni, comparándola con una novia francesa que tuvo en aquellos años locos. Thomas, presionado por seguir bebiendo, tomaba como paisa en su tierra, mientras las tías le embutían empanaditas, papitas criollas y pataconcitos (todo en diminutivo), explicándole detalladamente dónde crece la papa, a qué sabe la lengua en salsa y por qué la clave de la changua es dejar humedecer los calados y añadir el cilantro y el huevo frito cinco minutos antes de servirla.

Todo iba más o menos bien, hasta que llegó mi prima Paula. Con otro guarito en la mano, y aprovechando sus clases de nivel uno de francés en la universidad, se le acercó disimuladamente para practicar vocabulario básico porque, según se lo había dicho el profesor, “la clave de aprender un idioma es practicar con un nativo”. Coqueta por naturaleza, igualita a la mamá, y con la excusa de enseñarle a bailar salsa, Paula comenzó con el conocido jueguito de traducir palabras, un suplicio para cualquier extranjero. “¿Y cómo se dice vaso en francés?”, “¿y cómo se dice bailar en francés?”, “¿y cómo se dice estamos en una fiesta en francés?”, “¿y cómo se dice me gustas en francés?”. Y cada una de las frases seguida de una risita estúpida y de “lo lindo que suena ese idioma”. De un momento a otro, Thomas le pidió permiso para ir al baño y me suplicó que nunca más lo dejara en manos de una mamacita tan rica, pero tan cansona.

Bella capital
Los paseos con un turista en Bogotá ya están inventados. El primer día hicimos el plan del centro, que incluye Museo del Oro, Casa de Moneda y, obviamente, la foto en la Plaza de Bolívar dándoles de comer a las palomas. Almorzamos en Casa Vieja, donde se puede “degustar” puchero, ajiaco, frijolada y mojarra frita, entre otros platos típicos, con la más detallada explicación de las meseras que hablan medio inglés, medio francés y medio italiano, y que responden de memoria a las predecibles preguntas de los turistas: ¿Y de qué está hecha la morcilla, señorita?, ¿el sorbete de curuba en leche es más refrescante que el de mora?, ¿cómo se comen las alcaparras?, ¿el chicharrón es muy grasoso?
(Consejo: para un ambiente más romántico vale la pena subir hasta San Isidro, en Monserrate, y disfrutar de la hermosa vista de la ciudad. Cuidado, puede correr con la mala suerte de un atraco: bien sea por el ajiaco a 50.000 pesos o por hombres inescrupulosos que lo empeloten y le roben todo lo que tiene).

Mientras caminábamos por La Candelaria, después del suculento almuerzo, nos cruzamos con personajes y olores bastante particulares, como la enana que canta rancheras en silla de ruedas sobre la séptima y el viejito que muestra, tirado en el piso, desagradables y putrefactas cicatrices en el estómago y en las piernas. Thomas tuvo que sentarse a tomar aire fresco en la plazoleta al frente del Museo del Oro para poder digerir el puchero que acababa de comerse y olvidar para siempre la mezcla de olor a polución, a tamal y a pipí.

La idea de irnos de shopping resultó siendo un fracaso. La ida al centro comercial le pareció el plan más gringo del mundo y él, como buen francés, antiyanqui por excelencia, se rehusó a gastar su tiempo y su dinero entre almacenes de artesanías y accesorios para el hogar. Eso sí, se sorprendió cuando vio en un país del Tercer Mundo marcas tan conocidas como Zara, Hugo Boss y Massimo Dutti, y se burló del eslogan de la marca de prendas para hombre Kosta Azul: “Élégance de Paris”.

Y como la rumba para los turistas en Bogotá también está inventada, terminamos obviamente en Andrés Carne de Res, en Chía, lugar mágico donde Thomas aprendió a bailar merengue, salsa, champeta y reguetón con una cinta tricolor en el pecho y una botella de aguardiente en la mano, recordando las palabras del tío Fernando sobre el aguardiente: “Una de las bebidas más fuertes del mundo”. Espichados como ganado mientras buscábamos a uno de mis amigos, una morenaza altísima aprovechó su estado de embriaguez y lo cogió, lo agarró por la espalda y le mostró “cómo es que se baila salsa, papacito”, desprestigiando mis esfuerzos por aprender a moverme como bomba latina. A las cuatro de la mañana, después del caldo, las empanaditas y cuatro Alka-seltzers, Thomas se tiró vestido en la cama con dos corazones rojos pegados en la espalda y una sonrisa alicorada.

Somos Pacífico
Con mucho esfuerzo nos levantamos tres horas más tarde. Habíamos inventado con un grupo de amigos un paseo a Tumaco, lugar exótico y desconocido para todos. A escondidas, Thomas empacó cuatro mandarinas para el camino y al poco tiempo de viaje, en contra de mi voluntad, decidió comérselas: clavó las uñas de los dos índices entre la jugosa cáscara y quedó con los dedos impregnados de ese olor insoportable que puede durar semanas.
Después de varias paradas a comer, entrar al baño e intentar cambiar el futuro del país gracias a la emoción que da viajar en carro por Colombia, finalmente llegamos a nuestro destino. Sorpresivamente, dos soldados camuflados y armados de pies a cabeza nos recibieron en las puertas del hotel. Nos saludaron con un “Buenas tardes” tajante. Thomas palideció. “¿Por qué hay militares en la entrada del hotel, mon chérie?” preguntó. “Para que estemos más seguros”, mentí. Continuamos hacia la recepción y en la piscina efectivamente había un distinguido grupo de hombres rapados y exageradamente musculosos. Sin alejar mi vista de aquel espectáculo, la recepcionista se aproximó tranquilamente hacia nosotros: “No se me preocupen, aquí nomás se encuentra una de las bases militares más grandes del país para controlar el comercio de la droga. Estos muchachos están aquí para cuidarnos de cualquier peligro”. “¿Ves, Thomas? —exclamé disimulando mi pánico y desconcierto—. Eso quiere decir que aquí estaremos a salvo”. Thomas me abrazó como un niño.

En la noche escogimos al azar uno de los bares de la playa y, sin preguntarle a nadie, Thomas se lanzó a la pista de baile, con pantalón de lino y guayabera, practicando con mucho swing los pasos que había aprendido la noche anterior en la capital. Siendo los únicos turistas del lugar, los curiosos del pueblo se fueron aproximando hacia nosotros y, a medianoche, los tumaqueños que nos rodeaban dejaron la timidez y uno que otro militar infiltrado dejó las armas para unirse a una parranda monumental. Después de haber probado encocados de langosta, camarones jumbo, jaibas y pescados en todas sus presentaciones, acompañados de cocteles de frutas con ron, vodka y aguardiente, esta vez Thomas terminó tirado sobre la playa de El Morro, satisfecho y contento de la enorme distancia que por varias semanas lo continuaría separando de la fría y hermética Ciudad Luz.

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