17 de diciembre de 2008

Adolescencia

Por: Ricardo Silva Romero
| Foto: Ricardo Silva Romero

Hubo un tiempo, en algún lugar que todavía queda en este planeta, en que los niños se convertían en adultos de la noche a la mañana. Un día, después de sobrevivir cierta ceremonia de iniciación, amanecían resignados a ser una sola persona, conscientes de todos sus actos y capaces de responder por los demás. Y entonces no había vuelta atrás. De una vez, ahora mismo, eran los viejos. La adolescencia no era, en ese entonces, nada más ni nada menos que un lujo. No se asomaban, aún, aquellos afortunados que tenían la oportunidad de cerrarles la puerta en las narices a sus padres, de sospechar de la existencia de Dios, de contemplar la opción del suicidio. No había ni un solo segundo para hacer el duelo que hacemos desde que caemos en cuenta de que nos han traído al mundo sin habernos pedido permiso. La gente no pensaba con el deseo, como ahora, que la inexperiencia solo era una etapa de la vida.

Y de pronto, como si fuera obligatorio doblar la página, las cosas tomaron otro rumbo. Y en ciertas culturas, en ciertas familias que tenían tiempo para algo más que la supervivencia, a los adultos se les metió en la cabeza que había que impedir que la infancia se acabara tan temprano. Y los niños aceptaron esas reglas al principio, pero después, ante la soledad de cada día, se sintieron traicionados porque se les había ido toda una vida viviendo una mentira: les habían ocultado que el futuro sí podía ser una tragedia, que los papás tampoco aprendían de sus errores, que nadie iba a salvar a nadie de absolutamente nada: el mundo era un lugar sin Dios en el que solo decían la verdad (uso, a partir de ahora, mi propia experiencia) las canciones fúnebres de Pink Floyd, las pinturas heridas de muerte de Vincent van Gogh, los textos rabiosos de Ernesto Sábato, los cuentos melancólicos de J. D. Salinger, las novelas especulativas de Fedor Dostoievski, las confesiones cándidas de Andrés Caicedo.

Bueno: la verdad, ya que se trata de ser sinceros, ya que se trata de exponerse a esa intemperie inclemente que son los demás, es que a mí me daba igual Andrés Caicedo, que me dio lo mismo cada vez que me dijeron "tiene que leerse ¡Que viva la música!", que me aburrió profundamente su estereotipo hasta hace dos semanas: tiendo a sospechar de esos poetas malditos, para siempre jóvenes, para siempre lúcidos, que llegan a nuestras manos gracias al prestigio ilusorio de haber sufrido por todos nosotros como si todos nosotros sufriéramos menos.

Hace dos semanas, sin embargo, tuve la fortuna de leer la autobiografía de Caicedo: Mi cuerpo es una celda. Y cambié de parecer. Porque este libro extraordinario, en verdad unas memorias montadas, a partir de sus cartas, por el escritor chileno Alberto Fuguet, deja en claro que Caicedo no era ese escritor malogrado, maldito y maltratado que aplacaba su ira a punta de excesos en la agobiante atmósfera caleña, sino un viejo antes de tiempo (el Holden Caufield de El guardián entre el centeno, el Martín del Castillo de Sobre héroes y tumbas, el Rodya Raskólnikov de Crimen y castigo) que era demasiado frágil, demasiado consciente, demasiado culposo para vivir "el atroz horror de la vida adulta". Su familia no fue ni más ni menos incómoda que todas. Su vida privada, una fortaleza atacada por todo, fue tan confusa como la de cualquier hombre en estado de alerta. Su escritura aplazó la angustia de la mañana a la noche. Las películas le dieron los amigos que le hacían falta. Pero un día no dio más: "No puedo más con la vejez de mi adolescencia", escribió, "quiero morirme, estoy esperándolo, quiero morirme".

No logró lo que logran los que juegan de locales en el mundo: creerse el cuento, perseguir los sueños, acomodarse en la vida como en un sillón que hace masajes, sentirse afortunado por no ser los demás y apagar la cabeza una noche, para siempre, porque se ha descubierto que es un radio que sintoniza las dudas.

No logró, quizás víctima de alguna enfermedad insuperable, lo que logramos los demás: aceptar el dolor, fingir el futuro, resignarse, con humor, a que queda algo por hacer: cargar la adolescencia a cuestas cada día, mejor dicho, hasta aceptarla como una parte del cuerpo.

Porque la adolescencia no es una etapa de la vida ni queda afuera ni se deja atrás. Es el duelo permanente por el extravío de uno mismo. Y, en un mundo en el que tanta gente impide el reencuentro, solo queda hallar un oficio que aplace la angustia hasta la noche, entrar a la sala de cine con los amigos que dicen la verdad, y reírse de uno mismo hasta recordar, por fin, que de la noche a la mañana se puede volver a ser un niño.