16 de diciembre de 2005

Declaración

Por: Eduardo Arias

Confieso que soy fan de la obra de Beatriz González y que lo soy desde 1976. Un fanatismo que comenzó cuando la descubrí en la Enciclopedia del Arte Colombiano de Salvat. Entonces yo andaba tramado con el pop art de Warhol, Lichtenstein, Wesselmann, Rauschenberg y compañía, y encontré de pronto esa lucidez y humor en un puñado de obras contundentes, casi todas ellas en una técnica que era demasiado pop para ser cierta: esmalte sobre metal, Pintuco o Sherwin Williams, el que se usa para revestir tubería, esa pintura pegajosa que destruye las brochas, que no cae ni con thinner.
Uno acostumbrado por los profesores del colegio a rendirle pleitesía a su majestad el óleo sobre lienzo y, de pronto, aquello... muebles, camas, bandejas, cortinas para baño, toallas, todos ellos soportes que se consiguen en depósitos de materiales para construcción, en el Tía, en San Victorino, sitios nada que ver con los almacenes de materiales para dibujantes, arquitectos y artistas.
El libro antológico que lanzó Villegas hace un mes volvió a alborotar mi admiración por Beatriz González. Por fin pude mirar de principio a fin su obra y, sobre todo, volver a detenerme en aquella etapa en la que puso patas arriba lo sublime del llamado Arte con mayúscula. Ella se encargaba de bajar del Olimpo a Bolívar, Santander, Pablo VI, Vermeer y Manet y, al mismo tiempo, de elevar a la categoría de arte los materiales que utilizan los obreros, los artesanos, los pintores de brocha gorda... ¡era demasiado bueno!
Una artista ni mandada a hacer para quienes fundamos, en mayo de 1980, la revista Chapinero, que, de manera bastante poco disciplinada y sin ningún rigor, pretendía rescatar la cultura urbana popular en tiempos en los que daba vergüenza ser colombiano y a nadie se le ocurriría adornar la muñeca con el tricolor nacional.
Su obra más celebrada eran Los suicidas del Sisga, pero la verdadera diversión corría por cuenta de Bolívar y Santander en colores primarios; los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI como motivo de decoración de unas mesas de noche; un músico de Manet sobre el parche de un tambor de hojalata; la cabeza de Sansón sobre una bandeja de cafetería; la Encajera de Vermeer sobre la parte inferior de la tapa de un costurero de mimbre; la Venus de Boticelli estampada sobre una toalla acompañada por una jabonera en forma de concha; una escena parisina de Renoir sobre una cortina para baño; el Desayuno en la hierba de Manet sobre una lona de proporciones gigantescas; una versión del Guernica de Picasso, a manera de gigantesco mosaico, sobre tabletas con las que revisten los cielos rasos de las oficinas.
Pero lo mejor fue compartir con ella su aversión por Turbay, por su manera de abusar del poder. Admiré la capacidad de Beatriz González para desnudar la faceta risible del entonces presidente. La fiesta del polvorete de Cúcuta, con obispo incluido, plasmada sobre una cortina. Turbay pintado sobre la pantalla de un televisor. Más adelante, Beatriz González mandaría imprimir una foto social de Turbay en Carteles Olimpia, como los que pegan en las calles para anunciar corridas de toros.
Podrá decirse que no son más que caricaturas. Pero las de Beatriz González son caricaturas de Turbay que ayudan a entender mejor la historia de Colombia y a no olvidar épocas aciagas de nuestro pasado. Caricaturas que contrastan con las vergonzosas caricaturas de Turbay que esbozaron hace pocas semanas sus hagiógrafos en editoriales, obituarios y homenajes al ‘generoso demócrata‘.