7 de marzo de 2008

El maravilloso mundo de los lugares comunes

Estamos rodeados de clichés musicales con los que nos han obligado a convivir.

Por: Eduardo Arias
| Foto: Eduardo Arias

Desde que la radio es radio, el cine sonoro es cine sonoro y la televisión es televisión, estamos rodeados de clichés musicales con los que nos han obligado a convivir. Obras musicales del repertorio llamado clásico que los medios masivos han sacado de su contexto original y han convertido en pop simple y puro. Lo que de por sí no está mal. Sencillamente ha ocurrido y por ese motivo en la vida real o en la memoria resuenan una y otra vez esas melodías que nos evocan, casi siempre, una película, un comercial, una serie de televisión o un evento social.

Algunas de esas piezas se han vuelto una tortura. Otras, en cambio, se dejan oír mil y una veces. Cada quién tendrá su lista y su versión de las cosas. Ahí va la mía:

Quinta sinfonía, primer movimiento, de Beethoven. No lo puedo soportar, y no he podido superar el hecho de que no lo pueda soportar porque esa sinfonía es maravillosa. Es el cliché máximo por excelencia. Ese "ta ta ta táaaan..." suena a chiste, a Bugs Bunny o, peor, a comercial: "Fla fla fla fláaaaaaaan". ("No necesita refrigerarse").

Rapsodia en azul, de George Gershwin. A pesar de que quienes tienen más de 25 años siempre asocian el solo de clarinete del comienzo con el comercial de camisas Rätzhel (el de la chimenea, la mujer que se pone la camisa del man y un tigrillo por ahí suelto), yo he logrado sustraerme de esa imagen y puedo oírla una y mil veces sin que me aburra para nada.

Tocata y fuga en re menor, de Johann Sebastian Bach. Popularizada en los años 40 gracias a la versión para orquesta que realizó el director Leopold Stokovski para la película Fantasía de Walt Disney, en Colombia la mató "El minuto de Dios, con el patrocinio de azúcar Manuelita, que refina el mejor azúcar del país". Pobre Bach, debe estar revolcándose en su tumba. Él, un luterano convencido, convertido en banda sonora de un programa católico...

Bolero, de Maurice Ravel. Ha sonado hasta en la sopa. Pero yo podría oírlo todos los días hasta el final de los tiempos. ¿La razón? Me pone la piel de gallina esa melodía que se repite una y otra vez, ese crescendo que sostiene durante más de 10 minutos el ritmo persistente del redoblante.

Sinfonía 40, primer movimiento, de Mozart. Insoportable desde 1971, cuando en la radio le dieron semejante palo a la versión de Waldo de los Ríos. Desde entonces esa melodía de por sí pegachenta suena a dentista, a ascensor, a versión orquestada de balada de los Beatles, a Noticias para ejecutivos de Melodía Estéreo.

Novena sinfonía, cuarto movimiento, de Beethoven. Vaya si le han dado varilla a esta sinfonía, en particular a su Himno a la alegría. Y sin embargo, jamás ha dejado de impactarme. Ni siquiera logró molestarme del todo la versión perrata de Miguel Ríos.

Concierto No. 21 para piano, Andante, de Mozart. Conocido como Elvira Madigan porque lo usaron en la banda sonora de esa película, en Colombia es imposible oírlo sin que todo el tiempo resuene la voz de fondo de un locutor: "Jabón Lux. El jabón de las estrellas de cine".

Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. Por culpa del comercial de un parque cementerio, esta obra cumbre del barroco italiano se volvió sinónimo de entierro o, peor, del negocio que se mueve alrededor de la muerte.

Guillermo Tell, obertura, de Giaccomo Rossini. El fragmento que hizo popular la serie de televisión El llanero solitario me gusta y no me gusta. No lo tengo claro. De Rossini más bien me quedo con sus oberturas-cuasi-clichés El barbero de Sevilla y La urraca ladrona.

Marcha nupcial, de Félix Mendelsohnn. Tomada de la música incidental para Sueño de una noche de verano, es tal vez una de las melodías más latosas que existen. No por culpa del gran compositor alemán, que hasta se fajó, sino por las mil y una veces que uno la ha tenido que aguantar tocada a las patadas en el órgano de una iglesia.

Ave María, de Franz Schubert. De tanto haberla oído en versiones desafinadas y desganadas tanto en matrimonios como en entierros se ha convertido en una verdadera tortura.

Carmina Burana, de Carl Orff. Llegó a gustarme, pero es tanta la guadaña que le han dado que me saca corriendo la sola mención de su nombre.

Cabalgata de las Walkirias, de Richard Wagner. El épico comienzo del tercer acto de la ópera La Walkiria ha sido utilizado como sinónimo de barbarie nazi, de sadismo yanqui en Vietnam en Apocalipsis ahora... Al pobre Wagner (bueno, pobres los que convivieron con él) lo han tratado de acabar de mil maneras, pero su música siempre sale avante. Y este, el más lugarcomunesco de sus aportes, no ha perdido ni un ápice de su poder y su capacidad de fascinar.