16 de agosto de 2012
Entretenimiento
Breve historia de la ropa interior femenina
Mientras Darwin se puso a investigar la evolución de la especie, le propusimos al escritor Roberto Palacio una tarea no menos importante para el hombre: averiguar la evolución de la ropa interior de las mujeres ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Juzgue usted mismo.
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Por poco probable que pueda parecer, durante la mayor parte de la historia las mujeres no usaron ropa interior bajo la teoría de que la sonrisa vertical era un órgano que necesitaba respirar. En 1757, un médico alemán hizo patente la conjetura que animaba a no usar panties, pantaletas o cualquier prenda que tuviera por oficio cubrir la entrepierna:
“…sus genitales necesitan el aire para evaporar la humedad, que podría de otra manera hacer que decayeran”. Bueno, la palabra alemana que cita Christian Reinhard, quien recoge la anécdota, es ‘vermodern’, la cual haríamos mejor en traducir por ‘podrirse’. Admitían los facultativos, eso sí, que podían cubrirse en caso de frío extremo, porque me imagino que donde hay evaporación, pueden formarse cristales o para evitar la entrada de insectos en lugar tan sacro, opción que ni siquiera comentaré.
Las referencias a la ropa interior antes de ello son escasas. Las romanas y las griegas usaban una prenda llamada subligaculae (fíjese el lector en los formantes subli y culae y habrá desarrollado su primera etimología latina) que simplemente se envolvían alrededor de las caderas sin que pasara necesariamente por la parte que el médico alemán temía se pudiera podrir. Los senos se hacían vivaces con otro trapo envuelto llamado strophium, que, según la moda y el deseo de incitar o aburrir, se podía hacer que realzara o aplanara. El poeta romano Marcial tiene algunos epigramas de lo más sarcásticos sobre lo que uno podía hacer con los subligaculae. En este se le da una recomendación a una virgen de deliciosas carnes, pero de cara espantosa, acerca de dónde era mejor que llevara la prenda:
El rumor dice, Chiona, que eres una virgen,
Y que nada es más puro que tus encantos carnosos.
Sin embargo, cuando te bañas no te cubres la parte correcta;
Ten la decencia de usar tus subligaculae más bien sobre la cara.
No es de extrañar que el moralista emperador Augusto desterrara a Marcial de por vida.
Pero las épocas posteriores no usaron nada semejante a lo que la pobre Chiona debía llevar sobre la cara. Desde le Edad Media existió un camisón de lino, una especie de pavoroso rectángulo que se llevaba debajo de la ropa y que como una piyama de niño de novela de Dickens dejaba asomar un par de piernas que solo podían despertar deseos sexuales en aberrados que se veían incitados por los ahorcados. Las chemises se usaron por siglos; tanto pobres como ricos, hombres y mujeres, no se quitaban, estaban allí para absorber toda clase de efluvios corporales diurnos y nocturnos, y de la limpieza y finura de la tela se podía inferir la posición social del usuario. Las únicas chemises incitantes fueron las de Las tres Gracias en La Primavera de Botticelli, hechas de una tela delicadísima y traslúcida, pero dudo mucho de que fueran las mismas que usaban las verduleras en las plazas.
La falta de ropa interior que constriñera daba lugar a toda clase de problemas y de placeres desconocidos para nosotros. En el siglo XVIII se hizo común el uso de faldas enormes que se abrían como una campana invertida, sostenidas por complejos andamiajes de metal que hacían que la dama pareciera flotar sobre el piso. Si los pies fallaban y ella caía, la sonrisa vertical quedaba expuesta en todo su pundonor ante la corte o en la calle como la trompa de un perro atrapada en un collar de Elisa. Otra dificultad era montar a caballo, y no solo por la molestia para quien debía alistar las sillas al día siguiente, sino por la misma y delicada sonrisa vertical, irritable y decorosa. No menos difícil era lidiar con los efectos de la menstruación, que dada la libertad de la sangrante sonrisa iban a dar directamente sobre la chemise. Esta recomendación de 1899 sacada de un libro llamado Higiene en la casa critica mortalmente esa dejadez:
“Es totalmente repugnante sangrar en tu chemise, llevarla por cuatro u ocho días así te puede causar una infección”.
A veces, la sangre iba a dar al piso. ¿La solución? Esparcir paja o aserrín en donde laboraban mujeres, claro. Qué imbecilidad la de la historia humana, dirá el lector, pero cuando se examinan los primeros adminículos para recoger la sangre menstrual, unas desmesuradas bandas metálicas que se prolongaban desde la cintura y que se curvan y terminan en una especie de dispensario de alpiste para las aves que sostenía un tozo de popelina, se comprenderá que no era tan mala idea forrar el piso. Según una de las historias más conmovedoras de las épocas barbáricas de la industria del algodón alrededor de 1900, las trabajadoras inglesas solían cardar de pie sobre un piso de paja que recogía sus deposiciones menstruales. Cuando una feminista llamada Mrs. Cooper intentó hacer que llevaran ropa interior para evitar la humillación de vivir con una línea roja que descendía por la pierna, las primeras en quejarse fueron ellas mismas alegando que los efluvios que emanaban de ese lugar —no precisamente los del algodón— eran un atractivo para los hombres que frecuentaban el lugar atraídos por el “aroma de la fertilidad”.
Los primeros interiores descritos para la venta vienen a aparecer en un catálogo de Sears de 1922: dos tubos largos que se debían ajustar en cada pierna por separado y que se unían en la cintura dejando aún a la feliz sonrisa respirante al aire libre, porque si bien se juntaban arriba, en la parte de abajo aún seguían el consejo de ventilación del médico alemán. Las bailarinas de cancán que dibujó con gusto Toulouse Lautrec fueron las primeras que cosieron la rajadura entre las piernas, porque como francesas no querían sonreírles a sus clientes ni siquiera con ese órgano dichoso y libre.
Es increíble que una prenda tan usual como un simple calzón sin apertura se demorara más de 2000 años en ser usado por las mujeres. Los hombres habían gozado de él desde hace tiempos. De hecho, hay semblanzas de la conquista de América que cuentan cómo las nativas se burlaron de la sola idea de que los conquistadores llevaran algo similar a los calzoncillos. El general Rumiñahui, uno de los tres lugartenientes de Atahualpa, deseoso de impresionar a las mujeres, narra el Inca Garcilaso de la Vega en su Historia general del Perú. Les relató con detalle el traje, bravura y peligrosidad de los españoles mostrando que eran unos hombres tan extraños que […] traían casas hechas a la manera de pequeñas chocitas en las que encerraban los genitales, refiriéndose, claro está, a las braguetas. El harem entero se tendió a las carcajadas mientras se tocaban la entrepierna desnuda. Al parecer, la libertad de airear las partes pudendas reinaba también en la lejana América.
Pero si la sonrisa vertical corrió libre y a las carcajadas por más siglos y lugares de los que pudiéramos documentar, el volcán de tus senos, los dos vivaces venados, vivieron vidas de miseria constreñidos de maneras pavorosas. Si las feministas se tomaran el tiempo de leer la historia, deberían quemar los cucos, verdadera imposición moderna, porque el brasier es más bien una especie de liberación de lo que lo precedía: los corsés. Los primeros de los que se tenga noticia en las cortes de los luises en Francia eran brutales.
El lector hará bien en imaginar un cono de helado que iba desde los senos hasta la cadera y terminaba en una punta de alrededor de 16 pulgadas.
Esta se engastaba en la falda repolluda y aparatosa referida, de tal manera que el cono parecía clavado en un ponqué, lo cual hubiera sido muy enternecedor si las únicas afectadas fueran las mujeres adultas, pero sobre todo fueron las niñas. Los corsés, se verá, se creían saludables. Y naturales. La época tenía esta curiosísima concepción: para verse natural, hay que hacer una gran cantidad de cosas artificiales. La postura natural de un niño es erguido como si se hubiera tragado un paraguas; a la naturaleza hay que ayudarla a lograr esa apariencia.
Cien años después se seguía usando el corsé, pero de una manera muy distinta. En las versiones victorianas de 1850 se ve que ahora tienen la forma de un reloj de arena, como segmentando la mujer en dos naturalezas, una divina de la cintura para arriba y una mundana de la cadera para abajo, lo cual correspondía a la visión de la época de la mujer como un ser doméstico y al tiempo mágico. A diferencia de los corsés de la época de los luises, estos enfatizaban los senos que volvieron por un instante a ser deseables.
Lo que permaneció inalterado fue la idea de que se usaban por salud: bueno, eso se ha dicho de toda prenda femenina que tiene la pura vanidad por motivo. Tan evolucionados llegaron a ser que posterior a 1880, cuando se introduce la energía eléctrica domiciliaria, existieron algunos que funcionaban con corriente. Vaya uno a saber para qué diablos se debía electrificar una prenda íntima; quizá mediaba alguna teoría de las energías y el vigor tan comunes en la época. A finales del siglo XIX se los ve aún en uso; cuando los negros del Brasil ganaron su libertad, lo primero que salieron a hacer las otrora esclavas fue comprar la prenda de la inmovilidad, el corsé, al punto de que en unos días se vendieron más de un millón en Río de Janeiro. Que no se diga que eran una imposición masculina.
La dichosa concepción curvilínea no duraría mucho. Con el advenimiento de sus nuevos roles dadas las guerras mundiales, tener la forma de un violonchelo simplemente ya no era un ideal femenino. Se buscaba ahora la figura sin contornos. El ícono más claro de esta mujer plana es la bailarina de charleston, recta, con el trasero de un gato empinado. Lo increíble es que esto no significó de ninguna manera la eliminación del corsé, que simplemente se bajó cubriendo el trasero para dar la apariencia de una tabla. Los primeros panties que también aparecen en un catálogo de Sears de 1933 aún buscaban este propósito; diseñados para prolongar tercamente la espalda justo allí donde se convierte en trasero, altos como los pantalones de Roberto Gerlein, hechos para matar la pasión de cualquier perpetrador. Son los conocidos calzones de la abuela y la parturienta.
Lo que quedó al descubierto con los nuevos corsés bajos fueron los senos, que gracias al buen hado no habían desaparecido. Pero a los dos venados no les estaba destinado un minuto de libertad. En 1914 aparece el brasier, una prenda que su inventora había armado con dos pañuelos y un cordón, y el corsé, que fue dominante por más de 200 años, no se volvería a ver hasta 1980, cuando Chloe y Victoria’s Secret lo vuelven a presentar como un juguete sexual. Los senos ahora eran un órgano sexual en sentido propio y un par de astas femeninas para embestir el mundo. La década de 1950 llevaría este ideal de los senos como misiles teledirigidos por la mirada delineada de la mujer a la perfección con los brasieres cónicos.
Tan deseables fueron que los senos por años imitaron al brasier; véase en una revista Playboy de finales de los cincuenta y de los sesenta lo apetecidos que eran los llamados ‘puffies’, los senos con pezón en forma de ojiva que quién sabe por qué infausto proceso de selección han venido desapareciendo.
Bueno. No del todo, hay que recordar que Madonna en su Blond Ambition Tour de los noventa se quitó un camisón para dar un concierto en un brasier cónico metalizado. “La ropa interior —se dijo entonces— es más provocativa que la piel desnuda”. Y la década parece haberlo tomado mortalmente en serio: no olvido ese capítulo de Seinfeld de 1996 en el cual Eliane le regala un brasier a ‘Brenda Strong’, una diva de su oficina que solía andar por ahí sin sostén causando furor y esta termina usándolo jovialmente como un maldito top. ¿Quién se iba a imaginar que una década después los que iban a quedar expuestos eran los duramente conquistados panties, que sobresalen del pantalón dejando a la vista la llamada ‘cola de ballena’ que solo se la conocíamos a los plomeros y a los cantantes de rap?
Eso sí, si el temor del médico alemán que daba origen a estas páginas fue un presagio acertado o no es algo que cada cual debe juzgar en la intimidad de su propia prenda.