14 de noviembre de 2007

Las películas de las que me salí

Ya hizo su propia película, es novelista, pero ante todo es un cinéfilo consumado. Por donde se le mire, el cine es su debilidad. Aun así, para el chileno Alberto Fuguet hay películas que superan su pasión y aceptó confesar para SoHo lo que no se soporta del séptimo arte.

Por: Alberto Fuguet
| Foto: Alberto Fuguet

Soy de esos que se quedan hasta el final-final. E ingresan al comienzo-comienzo. Por querer ver hasta los últimos créditos, sobre todo ahora que casi nunca hay créditos al comienzo, la idea de salir de una película me complica.

Me cuesta.

Me da algo de culpa.

Lo que no implica que no lo he hecho y que no volveré a hacerlo.

Cuando escribo película, pienso en ese artefacto en 35 mm que se exhibe en salas oscuras con Dolby. Porque he parado de ver DVD y, lo que es peor, como me pasó el otro día con You, Me and Dupree, una comedia no tan loca y demasiado domesticada del gran Owen Wilson, tiendo a verlas adelantando, en velocidad 4 u 8, hasta 16, fast ‘forwardeando‘ de aburrido, porque me latió, me dejó pensando en otros asuntos en vez de lograr atraparme pero, por un asunto de respeto y curiosidad cinéfila, igual deseo saber cómo termina.

You, Me and Dupree no termina tan mal. Me reí con la última escena, que era como una suerte de epílogo, y, según los extras, esa escena se filmó de nuevo porque el final original no tenía nada de, digamos, original y no funcionaba.

No haré una lista, entonces, de todos los DVD o .AVI o .MOV, imágenes descargadas ilegalmente y entregadas, como regalos, por amigos cinéfilos generosos o por dealers digitales adictos a los caudales de los torrents, que he adelantado. Porque en rigor uno no se sale de los DVD ni los saca del aparato y los tira lejos. Dudo de que la gente lo haga; lo que uno hace es apretar el acelerador como todo nerd bien parido hasta dejar la película tan resumida como los 30 Second Movie Bunnies, esos conejos animados con benzendrina que comprimen las películas en internet.

De un tiempo a esta parte, no tengo televisor en el dormitorio y, desde un año a esta parte, no tengo TV cable ni disco satelital por un asunto de sanidad mental, y así tratar de estar menos enchufado, escribir más, leer más y ver cosas —en DVD o lo que sea— que sí me interesan, y que demanden de una decisión previa, para así no depender de la arbitrariedad y constante bombardeo de HBO y todos los demás. Porque si se trata de salirse antes o de ingresar tarde a una película, la promiscuidad que provoca el cable es algo intensamente inmoral. No me interesa llegar en la mitad de La delgada línea roja ni menos quedarme dormido treinta minutos después porque me parece una falta de respeto. No me resulta gracioso encender la TV un sábado por la tarde y ver que ya han baleado en el peaje a Sonny Corleone. Lo más demente del cable es que uno termina viendo trozos, o tres cuartas partes, o dos tercios, o el último tercio, o el primer cuarto, de cintas que uno nunca pensó ver. Por las que no pagaría un peso. Se termina viendo trozos de Rápidos y furiosos, o esas cintas con Steve Martin y muchos hijos o la obra de Queen Latifah o de Vin Diesel o Demi Moore. Tampoco ingreso a ver nada con galaxias, anillos, hobbits, hadas y niños magos con anteojos.

A medida que uno crece, o se vuelve cinéfilo, lo de salirse de un filme se vuelve una experiencia ajena, poco frecuente, por la sencilla razón de que uno simplemente no ingresa. Yo a ciertas cosas ya no entro. Quizás es cobardía, poca fe en los creativos poco creativos o captar que la vida —en efecto— es demasiado corta. No ingreso a nada que termina con el número III, y a pocas con un II adjunto. Huyo de las cintas dobladas al español y a buena parte de las cintas en español en general, sobre todo si la chica del latinoamericano en cuestión es una española que "casualmente" está viviendo en América Latina. Ya no quiero ver cintas que han ganado el Festival de Huelva, aunque el nuevo director me caiga bien. No tolero nada que tenga el puto logo de Ibermedia ni cintas porno-pobreza que exportan nuestras miserias con una pátina cool al exterior. Hui de Ciudad de Dios, algo producido, al parecer, por MTV y Nike para vender las favelas como los próximos Club Med. Tampoco tolero el arte-arte, sea europeo (El arca rusa) o imposturas de estos lares (Japón, de Reygadas, que, por cierto, no transcurre en Japón, ni siquiera en Oriente, aunque quizás sí al oriente del DF, pero nunca me quedó claro, porque no soy experto en geografía azteca).

Detesto con toda mi alma las coproducciones latinoamericanas, donde el equipo parece una reunión trasnochada de la OEA. Volé a la hora de Perder es cuestión de método, por ejemplo, y de American Visa, una cinta supuestamente boliviana. Y ya no acepto la basura industrial latinoamericana, cintas hechas para ganar dinero y ser internacionales, productillos como Ladies´s Night, Rosario Tijeras, La mujer de mi hermano o El hijo de la novia (¿se murió la vieja? ¿se casó de nuevo

) o esa otra orgía de la tercera edad llamada Elsa y Fred con China Zorrilla como una octogenaria "llena de vida".

Detesto la gente llena de vida.

Me salgo de pocas cintas americanas malas porque sé que son malas. Porque tengo tan, tan claro que son una bazofia que ni siquiera entro. No veo Transformers. No veo cintas de Michael Bay. Punto. Desde que estrené mi primera (y quizás única película) he ido a festivales y para todos aquellos que sueñan o envidian a la gente que camina por la alfombra roja, les advierto que no se pierden nada. He visto cosas tan, tan malas que lo único afortunado de la experiencia es que he terminado queriéndome un poco más.

El otro día me salí, a escondidas, de una película dirigida por un amigo. Me salí porque, mirándola, capté que ya no tenía nada que ver con él, que no quería conversar con él, que no quería mentirle, que ahora entendía que ya no éramos amigos, que no era casual que no habíamos hablado en más de un año. Ya no era mi amigo, no había complicidad. Tampoco era mi enemigo, pero claramente veíamos la vida de un modo diametralmente distinto. Me pareció doloroso, además, ver cómo iba haciendo el ridículo en público. Cuando la gente empezó a reírse en las partes dramáticas sentí la imperiosa necesidad de huir.

De salirme.

Quizás por eso uno huye: cuando capta que todos están disfrutando algo que uno no entiende, no capta, no procesa.

Cuando sientes que todos ríen o lloran menos tú.

¿De qué más he huido?

De su resto, sin duda. Cuando era más ingenuo veía las películas de Raúl Ruiz, me las dormía y luego salía a conversar con mis amigos acerca de lo oníricas que eran. Hasta que me salí de una, como un hombre y no volví a mirar hacia atrás. Ahora, simplemente, no ingreso y, lo que es más sano, no siento que me estoy perdiendo algo.

Casi nunca huyo cuando estoy solo. Pero tengo un amigo, un crítico de cine, mucho mayor, sagaz, certero y brillante, al que trato de don, que es tan generoso como intolerante "a la miseria creativa". Más de una vez —muchas veces— me he salido de la sala y de cintas que no me tenían para nada aburrido por culpa suya.

—¿Vámonos?

La palabra clave. El santo y seña. Aquello que te exime de toda culpa pues, cuando la escuchas, te das cuenta de que tienes que ayudar a alguien a salvarse.

Tiene que huir.

Salirte y ver la luz del día o las estrellas de la noche.

—Puta, la huea mala, hueón.

—Sí, puta la huea mala.