¿YO, GANSTER?
Vicente Muerto
Tengo que esperar. Hace un rato me llamó Catalina, “nos vemos a las cuatro de
la tarde. Paso por tu casa”. Le dije “te espero” y me senté a leer un libro
de Dashiell Hammett; era un libro pequeño, una novela policíaca de no más de
90 páginas, Sam Spade tenía que resolver un caso poco común: toda el hampa de
Estados Unidos, atracadores, pistoleros y raponeros de billeteras de todos los
estados, habían llegado a Nueva York para robar un banco. Eran más de cien rateros
y el título de la novela no podía ser otro: El gran golpe. Terminé la novela
poco antes de las cuatro. Todavía tenía en la cabeza el último disparo de Spade
y la imagen achacosa del cerebro de toda la operación cuando sonó el teléfono,
“Oficina de Detectives Vicente Muerto”. Mi amiguita iba a tardarse un poco más
y mi chiste no le hizo mucha gracia. Se encontraba en un club en las afueras
de la ciudad y su acompañante estaba tomándose un whisky, “es imposible hallar
un taxi. Tengo que esperar a que termine”. “Está bien”, le dije. Colgué y encendí
un cigarrillo. Pensé en ella como la acompañante de uno de los gángsters de
la novela. Los gángsters siempre están bien acompañados. Sus mujeres son rubias
despampanantes y un tanto bobas. Nunca discuten las decisiones de sus hombres
y son fieles hasta la muerte. En el libro que acababa de leer había un par de
buenos ejemplos. Una de las mujeres de la novela siguió a su grandulón hasta
la boca del lobo, arriesgó su vida y lloró por él cuando Spade le disparó en
un hombro para dejarlo fuera de combate. Otra fue más lejos, buscó a Spade para
que le confirmara la muerte de su querido gángster, se la confirmaron pero no
quiso revelar ni un solo dato del golpe… —Juro por Dios que quisiera poder hacerlo.
Pero yo soy hija de John Cardigan, el ‘Cajacartón’. No soy quién para delatar
a nadie. Tú estás del otro lado y yo no puedo pasarme al tuyo. Ojalá pudiese.
Pero la sangre de los Cardigan es demasiado poderosa. A cada minuto desearé
que le eches el guante y que estén bien muertos, pero… Mi teléfono volvió a
sonar. Catalina había peleado con su amigo. Alguien se ofreció a llevarla y
al fin venía en camino. Ya era la una de la mañana. Había empezado otra novela
policíaca y me daba cuenta de que la espera no encajaba en ninguno de los prototipos.
Yo no era un detective ni quería serlo, tampoco tenía las agallas para convertirme
en un gángster; Catalina era rubia pero no tenía ni un pelo de tonta. Calculé
que iba a tardar unos 20 minutos más. Dejé la novela de Hammett a un lado y
fui a mi biblioteca. Tal vez me convenía más una novela del Marqués de Sade.
Cata ya iba a llegar.