22 de abril de 2010

Literatura infantil

Literatura infantil, columna de opinión

Por: Antonio García Ángel
| Foto: Antonio García Ángel

Cuando tenía 17 años le leí dos libros a mi hermano menor, Juan Pablo, que en ese entonces tenía seis: El bandido adolescente, de Ramón José Sender, una biografía novelada de Billy the Kid, y Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez. No sé él, pero recuerdo con inmensa felicidad esas noches en que leía y leía, y él, atento, escuchaba y preguntaba lo que no entendía hasta que empezaba a clarear y descubríamos que no habíamos dormido nada.

Me gusta leer en compañía de las personas que amo. Cuando recién me cuadré con mi esposa, leímos juntos, en voz alta y por turnos, La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Tardamos mucho, pues terminábamos discutiendo buena parte de las contradictorias, espesas y profundas reflexiones que surgían a lo largo del texto. Luego hemos leído otros libros, menos insoportables y más leves pero no tan buenos y propicios para encender el debate. Hemos abandonado algunos que no eran para leer en pareja, pues requerían una buena cuota de silencio y soledad; otros los hemos terminado aunque no valían la pena, o valían la pena solo porque propiciaban esa forma de intimidad que es leer juntos. Hace unos meses le leí la mitad de El discurso vacío, de Mario Levrero, y también se nos hizo muy tarde, pues el libro estaba muy bueno.

 Mi hija de tres años ya tiene una pequeña biblioteca en su cuarto. Uno de los placeres que más compartimos es la lectura. Gracias a ella he descubierto la literatura infantil, los libros-álbum que con pocas frases y grandes dibujos logran crear un mundo, una atmósfera, un suspenso, una trama y unos personajes. En el proceso me he aficionado a los libros infantiles tanto o más que ella.

 Por ejemplo, me he vuelto un coleccionista de caracoles. Me gusta mucho encontrar caracoles en los libros infantiles de mi hija. Es como en los libros de Where is Wally, donde el personaje flaco de pantalones azules y buzo a rayas rojas se mimetiza en una abarrotada playa bañista o una calle céntrica de Nueva York o un estadio, y uno debe encontrarlo. En Colombia, tierra de copias, se llamó ¿Dónde está Javier? Yo juego ¿Dónde está el caracol? Diminutos y silenciosos, los caracoles fluyen por los bordes de las páginas o se pierden en la vegetación. He encontrado siete. El más conspicuo es el que está en la página 13 de Mi mascota preferida, de Stuart Trotter, deslizándose sobre el dedo de un niño. En El hipopótamo peleón, también de Trotter, aparece otro, más discreto, trepando un árbol. Los libros de Franklin, escritos por Paulette Bourgeois e ilustrados por Brenda Clark, son muy cercanos a la autosuperación. Creo que un exceso de libros de Franklin puede hacer que a Violeta, en la vida adulta, le gusten los de Paulo Coelho. Pero, en fin, qué le vamos a hacer, le gustan los libros de Franklin y ella es la que manda. En Franklin va a la escuela aparece un caracol que es extra sin parlamento. Luego descubrí que en otros libros de Franklin habla, es uno de los protagonistas. Hay dos libros sin autor, sin historia, sin mayor mérito, que suman dos caracoles más: el de Escóndete tejón avanza por un tronco caído mientras es observado con detenimiento por un zorro; por su parte, el desproporcionado caracol de En mi jardín veo… se adhiere a un árbol tan ancho como él. El libro favorito de Violeta, mi hija, es Boni y su fiesta de cumpleaños, de Mark Birchall. A mí también me encanta. Además tiene un caracol que se desliza por los baldosines de un patio y está a punto de meterse tras una matera. En mi búsqueda de caracoles me encontré con Mundo caracol, de Javier Sáez Castán, que me parece una obra maestra.

 Aunque no tienen caracoles, me encantan los libros del colombiano Dipacho, en particular El animal más feroz, y los del británico David McKee, quien además de la serie de Elmer, el elefante a cuadros, tiene Ahora no, Bernardo y Dos monstruos, que me gustan más a mí que a Violeta. A propósito de monstruos, El lugar donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, es magistral. Pero si me preguntan cuál es el libro que más me ha conmovido, el más profundo y bello que he encontrado en mi exploración de libros infantiles, el que les regalaría a todos los niños y adultos que conozco, es Selma, de Jutta Bauer.