30 de noviembre de 2013

Columna

Los besos de la ficción

Cuando me ofrecieron protagonizar la telenovela Gallito Ramírez tuve el atrevimiento de decirles a los productores y a su director: “Pero eso sí, no me pongan a besarme con nadie”.

Por: Margarita Rosa De Francisco (@margaritarosadf)

Es evidente que el bisoño imperativo no surtió ningún efecto, ignorando, a mis 21 años, que la espiral del melodrama alimenta su infinita melcocha con lágrimas y babas. Además, para redondear la ironía, el primer beso que le di al protagonista se me volvió un matrimonio que aún hoy no ha conseguido el divorcio en un alto porcentaje del imaginario colectivo de este país.

Es una bendición correr con la suerte de besar genuinamente al compañero de escena. Aun así, el beso es un evento tan íntimo y exclusivo que el solo hecho de exhibirlo a la lumbre de una atmósfera árida y acartonada como es un set de grabación, con su respectivo registro auditivo lleno de chasquidos y gorgoteos de líquidos, deduce una coreografía incómoda, denigrante y vulgar. Son muy raras las veces en las que uno como espectador disfruta un beso de dos actores de telenovela, género que tiende a no gastar tiempo en sutilezas, hadas madrinas del arte, y ya sabemos que este es, la mayoría de las veces, el gran ausente.

Estoy refiriéndome al beso como ingrediente de un episodio amoroso, en el que se suman otra serie de gestos accesorios. Así, existen varias circunstancias que logran hacer de este tipo de escenas verdaderas pesadillas para los actores e incluso para el televidente. Una de ellas es la falta de química, que atraviesa la pantalla sin ningún atenuante por más esfuerzo que hagan los dos valientes para parecer apasionados; hiperventilando cual víctimas de un ataque de ansiedad, falseando el jadeo de la excitación y recorriendo el cuerpo del otro con unas manos que dan la sensación tipo papel de lija, gracias a que las pieles expresan rechazo por todos los poros; la escena se convierte en una lucha desesperada y rechinante para que se acabe rápido, mientras el recíproco repelús se deja ver en las bocas secas como estopas de coco y en los ojos penosamente entrecerrados de crispación.

Otra es la puesta en escena que el director o el escritor proponen, obedeciendo al simple efecto de ver a los dos actores retorciéndose de sinsentido entre gastados clichés sin concienzuda dramaturgia, simplemente porque no hay telenovela sin su “escena de beso”. También el desconocimiento o la insuficiente observación de la propia sensibilidad hace que se salten los pasos del fascinante proceso de llegar a tocar o a besar a otro; de modo que el recurso más fácil y efectista es de una vez regodearse en el resultado, recreando una copia chabacana de los semblantes físicos de lo sensual; por eso esas escenas se ven vacías, gratuitas, agotadoras y, en ocasiones, repugnantes, aunque pretendan todo lo contrario.

Pero en plata blanca, por más estética que haya, por elaborada que esté la motivación de los actores, por bien dirigida y escrita que esté la obra, por más bien iluminada y fotografiada, lo crítico de las escenas de amor es, pues, “la besada”. El descarnado intercambio de nuestro precioso y megapersonal fluido bucal, que casi revela todo de nuestra recóndita vida orgánica. En todos los años que llevo trabajando como actriz, nunca he podido sustraerme de lo demente que me parece tener que compartir el PH del aliento y sus viscosidades con desconocidos que incluyen no solo al protagonista, sino a la fila de antagonistas que toda historia romántica incluye casi que por ley estructural. Es todavía más extraño pensar que el novio de uno está esperándolo en la casa después de que se ha estado todo el día tratando de darle realidad a un éxtasis ajeno con todo y permuta de papilas.

No creo que la restregada y el lengüetazo sean estrictamente necesarios para crear una escena de dos personas que se atraen. Siempre será más excitante lo que pasa antes de su contacto físico, y es en esta antesala donde con mayor detalle se construye el contenido erótico. Mejor sería que el beso de la ficción no fuera ficticio y también que se sintiera agradable, pero desafortunadamente no sucede con frecuencia, y en ese caso solo la loca pasión por nuestro arte, que a bien se ocupa del alma humana más allá del esporádico tráfico de saliva, amerita que pongamos el rigor de nuestra técnica a sus pies y dar, cuando lo requiera el hilo de la historia y con toda verdad, algo tan privado y respetable.

Pero si es por mí, “que no me pongan a besarme con nadie”.

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