17 de agosto de 2006

Los demasiados libros

Por: antonio garcía ángel
Mi papá alega que qué bueno morir sepultado por libros en lugar de por ahí en un atraco o alguna circunstancia triste. pero la verdad es que mi mamá tiene toda la razón | Foto: antonio garcía ángel

Encima de una biblioteca que mi papá tiene en el cuarto, muy cerquita de la cama, hay una pirámide de libros y revistas que se aferran con uñas y dientes para no venirse abajo. Mi mamá se queja, le dice que un día de estos, si llega a haber un temblor (a ella le asustan mucho los temblores), esos libros van a caerles encima y los van a matar. Mi papá alega que qué bueno morir sepultado por libros en lugar de por ahí en un atraco o alguna circunstancia triste. Pero la verdad es que ella tiene toda la razón.

El asunto es complejo, porque ya hay una biblioteca en el cuarto de Juan Pablo, mi hermano menor, y otra en su consultorio. Mi papá propuso poner otra biblioteca en la terraza, pero la terraza es de mi mamá: allí es donde ella tiene sus máquinas de coser y su fileteadora. Además, para ser realistas, ahí no cabe nada, apenas alcanza para tirar un colchón cuando los vamos a visitar. "Dormir en la terraza es dormir en playa baja", bromea una de mis tías costeñas.

Al parecer, la culpa de aquella cima de libros al borde del deshielo es mía, pues yo una vez, hace como dos años, le propuse a mi papá que pusiera un estantico para los libros, pero estos fueron creciendo en cantidad. Mi hermano Andrés se une al coro acusador, pero olvida que fue él mismo quien le regaló una de las bibliotecas, con ocasión del Día del Padre o de su cumpleaños. Ahora se trata de dos estanterías repletas, con algunos ejemplares horizontales sobre las filas de libros, dañándose, torciéndose, hacinados en un anonimato que impide ver sus lomos o, peor, a punto de desplomarse sobre su cabeza o la de mi madre.

Es que una biblioteca es un organismo en continua expansión. La mía empezó a mitad de año del 91, con una docena de libros alineados en el marco de una ventana, sufrió una reducción en el 99, merced a un atentado bibliográfico terrorista, aumentó con mi matrimonio y volvió a reducirse con la humedad de una pared que arruinó varios libros el año pasado. Es importante reconocer que muchos libros míos eran antes de mi papá. Quince años después, mi biblioteca ha crecido hasta ocupar cinco estanterías, algunas de ellas en doble fila. Por tanto, mi tasa de crecimiento bibliotecaria ha sido de una estantería cada tres años. Si continuara a ese ritmo, para cuando tenga la edad de mi papá tendré quince muebles repletos. Me preocupa. Además, para un tipo desordenado y distraído como yo, que todo lo va dejando en cualquier parte, eso supondría como cien sitios diferentes para poner una factura urgente del teléfono. El peligro de acumular libros es que las bibliotecas siempre están a punto de salirse de cauce, de exacerbarse, descontrolarse, apoderarse de toda la casa. Conozco casos. Hace como cuatro años visité a un poeta cuya biblioteca se había tomado un apartamento completo: libros en los baños, en los estantes de la cocina, en los cuartos, en todas las paredes y buena parte del piso. Salvo un escritorio y un par de asientos, todo lo que había allí eran libros.

El problema consiste en que es mucho más fácil adquirirlos que librarse de ellos. Augusto Monterroso describe esa angustia y ese fracaso en un texto irónico llamado Cómo me deshice de quinientos libros. Pero ¡quinientos! Monterroso iba con todo. Las tímidas y escasas purgas que he hecho en mi biblioteca, con todo el dolor del alma, no estaban pensadas para más de diez libritos.

Entiendo a mi papá porque he decidido reducir mi biblioteca, y esta vez pienso ir más lejos, "quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera leído, o fuera realmente a leer", dice Monterroso, pero ¿cuáles son? Desde hace unos días me siento como un pequeño tirano que se pasea amenazante por los anaqueles, analizando a quién va a sacrificar. Tan pronto me lleno de aplomo y me apodero con oscuras intenciones de un libro llamado Energía nuclear y bienestar público, de un tal Shrader-Frechette, recuerdo cuando me deshice de un inútil manual de literatura colombiana y luego lo busqué sin suerte durante meses, pues quería hacer un artículo sobre un dato que había encontrado en él. Entonces dejo el libro de energía nuclear en el estante, dudo un momento, sopeso Procedimientos de formación de palabras en español, de un tal Almela Pérez, y a continuación encuentro una razón para no botarlo, regalarlo o cambiárselo al librero.

¿Qué vamos a hacer, mi viejo? ?