10 de diciembre de 2003

Parque de la 93

Por: Juanita León

Es viernes de puente y se nota en el Parque de la 93. Las chivas semivacías que les dan vueltas a los 12.800 metros cuadrados que constituyen el sitio de rumba más exclusivo de Bogotá retumban huecas. Solo el puñado de mujeres que bailan dentro del bus están eufóricas, aunque no tanto como lo exige el plan.
Son las 8:00 p.m. No hay, como de costumbre, cola para entrar a Crêpes & Waffles. En la mesa del lado, una pareja joven y un par de niños comen helado de chocolate en copas gigantes. En otra mesa, cuatro colegialas con sus uniformes doblados en la cintura para que parezcan minifaldas charlan animadamente. Comentan sobre tipos. ¿De qué más hablan las niñas de colegios de mujeres? Una de ellas recibe una llamada al celular, tuerce la boca y les dice a sus amigas que les toca irse. Así, poco a poco, el restaurante se desocupa. El horario familiar ha terminado.
En cada esquina del parque hay unos hombres fornidos, vestidos con chaqueta amarilla. Son los guardias de OPEN, la firma privada de seguridad que contrataron los dueños de bares y restaurantes del parque. Con actitud de guardaespaldas, se paran alertas en cada esquina, reportan por radio cualquier movimiento extraño. Dicen que no podemos tomar fotos. Es un espacio público, le digo. "Es por seguridad, está prohibido", me explica uno de ellos con autoridad. ¿Prohibido por quién? Titubea, invoca el Código de Policía. Al final, hace una concesión: nos deja tomar las fotos, pero solo a los árboles, no a los restaurantes.
La noche está helada, pero no en San Ángel. En este restaurante en la esquina oriental de la 93, las mujeres visten esqueletos. Algunas bailan solas encima de las mesas. Aunque allí nadie está realmente solo. Tampoco realmente acompañado. Desde cualquier punto se ve todo el lugar: nadie está a salvo de la mirada de los otros. Para eso se va a San Ángel, para ser visto. Hay otros sitios en Bogotá que son así. La diferencia es que en este sitio se vitrinea sin pudor y sin pose. Mejor así, más divertido. El negro está rabioso, Era la piragua, por Carlos Vives, un pasodoble y después otro. La gente está feliz, como en una fiesta buena de quince años. En los monitores, los monitos animados japoneses corren desaforados, con los ojos fuera de órbita. Nadie les pone atención. Están concentrados en las instrucciones del DJ: arriba los brazos, abajo, abajo, abajo...
Unos manes con corte shuller tratan de convencer a los bouncers que los dejen entrar. Dicen que tienen una cita con unos amigos adentro. Los de OPEN les confirman que ya está lleno el lugar, que mejor vayan a otro. "Los que tienen cadenita de oro o están tomados o vienen con viejas con pinticas jartas no entran", dice uno de ellos
Una de la mañana. No hay un alma en el parque. La vida está concentrada en San Ángel. En el café Il Panino hay un par de mesas ocupadas. Los meseros se aburren.
Al lado, en la discoteca G Spot, grupos de universitarios bailan en grupo. Es un lounge ochentero, con sofás abiertos y bouncers con abrigos negros largos y cuellos de plumas blancas. Se nota que los dueños aspiraban a una clientela más sofisticada, más neoyorquina. Por ser puente, la rumba no está tan buena, explica el administrador. "Mucha gente se fue a Cartagena por el reinado y por lo de Montoya", dice, en alusión a la carrera de karts que organizó en La Heroica. Tal vez ese día solo están en el parque los que no pudieron ir a otro sitio: los varados o los que tienen pro-blemas de seguridad. "Solo búscame, cambiaré de canal". Un déjà vu: estoy en la miniteca del bazar de mi colegio.
Cruzo el parque. Salvo por los guardias de OPEN, no hay nadie más. No está la anciana canosa que acosa a los transeúntes rogando por una limosna. No están los niños de las flores. Ni el poeta del centavo. Ni siquiera el señor que vende las gafas robadas.
Nadie molesta a los cuatro coreanos, o quizás japoneses, que se toman unas cervezas en la terraza del Bar Azul. Ellos tampoco salieron de puente. Las multinacionales confinan a los extranjeros a Bogotá por razones de seguridad. Y en Bogotá, ¿a dónde ir? A la fortaleza de la 93.
Son casi las 2:00 a.m. En un sofá grande, cubierto con piel de vaca, un hombre y una mujer se acarician sin recato. Él lleva el pelo largo y no usa medias. También parece extranjero. En otra mesa, dos parejas fuman una pipa de agua. El bar, con sus velitas prendidas, los pétalos de rosa en el piso de baldosines, los velos, la música electrónica que no deja hablar a las parejas (mejor besarse), está ubicado en Bogotá por puro accidente. Quizás los que están disfrutando del sitio también lo están.
El camión de la basura, que llega a las 2:00 a.m., rompe el embrujo. Para el vendedor de Dan Dogger, el puestico de perros calientes, al lado del Bar Azul, es hora de cerrar. Vendió 50 perros desde que llegó a las 12 del día. Lo normal en un viernes es entre 70 y 80. "Estuvo flojito por el puente" , dice, mientras recoge y lava los cuchillos y los frascos de las salsas. Se prepara para regresar a su casa en Marruecos, Tunjuelito, a una hora del parque.
A las 2:20 a.m., comienzan a prender las luces en San Ángel. La temperatura sube, sube. Los monitos animados japoneses siguen corriendo y los que tenían que estar juntos, ya lo están. Dos gringos, con cara de fumigadores de Dyncorp, despliegan sus sonrisas más seductoras. El más bajito convence a una morena colombiana, muy linda, de que se ha enamorado. El otro se deja cautivar por una mujer de unos treinta y cinco años a quien los tragos han desinhibido. Hay unos españoles en otra mesa y más de un italiano. Ellos tampoco pudieron ir a Cartagena.
A las 2:30 a.m. apagan la música. Los meseros comienzan a traer las facturas de la cuenta. Algunos se ponen la chaqueta de mala gana y salen arrastrando los pies. Otros están felices. No dormirán solos esta noche.
Esa es la hora más difícil para los de OPEN. Hablan por sus auriculares. Están pendientes de paquetes raros que puedan ser bombas, de carros mal parqueados, de borrachos que se niegan a pagar la cuenta o que se pelean en la calle y, sobre todo, de los ladrones. "Los gamines chalequeaban a la gente. Era una banda de niños de ocho años que les ofrecía a las mujeres una flor y les robaban el celular", dice uno de los restauranteros. "La Policía venía y le daba pereza arrestarlos, porque al día siguiente estaban de nuevo en la calle. Los de OPEN, en cambio, están encima".
La firma privada de seguridad, que opera en el parque hace seis meses y que también vigila espectáculos en el resto de la ciudad, está más que encima. Tienen blindadas las siete entradas al parque. Se paran en las esquinas y les preguntan a los vendedores ambulantes, a los mendigos y a cualquier persona que no parezca cliente del parque a qué entran. "La gente ya sabe y se queda de la 94 hacia allá", explica uno de ellos, convencido, como lo están los propie-tarios de la 93, de que hacen una gran labor.
"Está bien, porque esta es una zona de embajadas. Desde que están bajó la robadera", coincide Gustavo Pineda, el reciclador que tiene permiso de los 'hombres de amarillo', como les dice a los de OPEN, para entrar después de las tres de la mañana. Trabaja de tres a siete y alcanza a recoger 15 kilos de aluminio diarios, unos 50 mil pesos. En su bicicleta de ruedas de moto lleva a la zona industrial la basura que recoge. Lo que no le interesa lo recoge Nelson, un hombre de 26 años, de Soacha, que llegó a las 4:00 a.m. con su costal al hombro. "Este parque queda solo ahora. Hasta los celadores se acuestan a dormir", dice. Queda él con su basura. A esa hora, los del parqueadero terminan de cerrar la caja. Entraron 300 carros desde que asumieron el turno a las 6 de la tarde.
A las 4:30 a.m., lo único que se ve es un carrusel de taxis amarillos vacíos. Los de OPEN se han ido y solo dos policías patrullan el sitio. "Hoy hubo poca gente y no tuvimos problema de borrachos", cuenta el agente más joven, que es uno de los dos patrulleros fijos del parque. Dice que los fines de semana hay trece agentes y una camioneta, que en menos de tres minutos puede apoyarlos en caso de que se presente algún problema. "Lo normal es que nos amenacen los gomelos", dice el otro agente. "Cuando uno los lleva al CAI por hacer escándalo nos amenazan con hablar con el papá. Todos dicen que el papá es amigo del general". "Y es que cuando los gomelos van a entrar a los golpes dan tristeza", uno se burla de ellos. Pero el otro, más consciente de que hablan con una periodista, agrega: "Fuera de esas peleas de borracho, el Parque de la 93 es de los sitios más tranquilos y más seguros de la ciudad".
Es tan seguro que las colegialas van solas a encontrarse con sus amigos. Es tan seguro que los gringos y los empresarios coreanos tienen permiso para ir. Es tan seguro que los guardias privados no dejan entrar gente rara. Es tan seguro, pero tan seguro que, más que un parque, parece un fortín.